El secreto del tesoro pijao

Las aguerridas fuerzas ibéricas habían, ya conquistado los antes temidos y poderosos imperios de los chibchas, muzos y panches. Ahora dirigían sus miradas hacia los belicosos pijaos, que comandados por el valeroso cacique Tolimaca, se habían convertido en el azote de los pueblos vecinos y en especial de aquellos que en una u otra forma ayudaban a los peninsulares.

Cuando los hispanos se preparaban para atacar las tribus pijaos, éstas ya se aprestaban para la lucha, incluso para ir al encuentro de los españoles. Los valientes aborígenes pijaos hacían toda suerte de preparativos para el combate. El aguerrido cacique Tolimaca decide jugar el todo por el todo en la batalla contra el odiado invasor, así que empieza a tomar las medidas para un triunfo total o un suicidio colectivo. El suelo pijao se convierte en una máquina bélica. Todo está listo para el combate, para la batalla final.

Mientras tanto, el poderoso cacique convoca a sus más destacados consejeros que no eran otros que los más venerables ancianos de la tribu. Con ellos estaban, asimismo, los lugartenientes del cacique y el hechicero de la tribu, el mohán Buriló. El cacique Tolimaca les dice:

—Ustedes ya saben que los conquistadores blancos han dominado nuestras tribus vecinas y que ahora se preparan para atacarnos. Pero nosotros ya estamos listos para recibirlos con las armas en la mano. No habrá cuartel para ellos, ni lo pedimos para nosotros. La guerra será total y hasta la muerte. Mueren ellos, o morimos nosotros, no hay alternativa. Si la suerte nos es adversa, todo de nuestra parte está previsto para desaparecer de la faz de la tierra, porque todos debemos sacrificarnos, nadie quedará vivo para soportar la afrenta de la derrota y una esclavitud humillante para un pijao, que ha sido siempre libre como el cóndor. Ya todo esto está decidido y ustedes lo han aprobado.

El cacique hizo una pausa, para después continuar, así:

—Pero como nada habrá de dejarse al enemigo, también he decidido, con los demás guerreros, que si perdemos esta batalla, debemos destruir nuestros cultivos y nuestros bohíos. Nada, absolutamente nada debe quedar al enemigo. Ahora, dentro de este plan, propongo a ustedes una medida que aunque terrible y radical, no queda otro camino, pues, repito, nada debe quedar en pie para ayudar a los blancos, sí estos son victoriosos. Nuestro adversario es codicioso y gusta mucho del metal amarillo, uno de los motivos por los cuales han venido a saquear nuestras tierras. Nada más quisieran ellos que encontrarse con los grandes tesoros que esconden los sepulcros de nuestros antepasados. Y para quitarles esa tentación, he decidido que, antes que ellos, saquemos nosotros todas las riquezas que contienen las tumbas de nuestros mayores, para después de reunidas, esconderlas en un lugar donde jamás las encuentren, por mucho que recorran nuestro territorio por todos los rincones.

En este instante hubo conmoción y los venerables ancianos se miraban estupefactos, sin acertar responder palabra alguna. El cacique aprovecha el silencio para amonestar:

—Nuestros hombres son valientes y leales a su tierra, pero no faltará quien nos traicione si llegamos a perder esta guerra a muerte. Y, entonces, guiados por ese personaje maléfico, el enemigo romperá el silencio de las tumbas y tomará para sí todo el oro y cuanto es caro para nuestros antepasados en la vida eterna. A esto quiero anticiparme yo y por eso pido a ustedes la aprobación del plan que les he propuesto. Yo les respondo con mi palabra y mi vida que lo que saquemos de los sepulcros, será depositado en un lugar secreto, que nadie conocerá fuera de mí, porque yo tengo un plan infalible para conservar ese secreto. Yo les pido, jefes venerables de mi tribu, que aprueben lo propuesto y que procedamos de inmediato a sacar los tesoros de las tumbas y reunirlos para luego esconderlos, tal como lo he manifestado. No queda tiempo para dilatar una decisión, pues se acerca la hora de la gran batalla por nuestra libertad, por nuestra existencia.

Los ancianos de la tribu, quizá por el prestigio del gran cacique, pero con gran temor, aprueban el plan y facultan a Tolimaca para que lo ejecute a su buen entender. Terminó la reunión y el gran cacique procede a realizar el proyecto.

En esta forma, el cacique Tolimaca, en previsión de un revés de fortuna en las armas, manda a sacar los tesoros de las tumbas, sin dejar siquiera una que pudiera contener algo que mañana pudiese servir al conquistador peninsular. Manda a un millar de hábiles nativos para que fuesen desenterrando, uno a uno, los sagrados sepulcros de sus mayores. Y así como comenzaron a salir de las violadas tumbas, hermosísimos cetros, coronas, pectorales, narigueras, torzales, pulseras, zarcillos, cinturones, polainas, máscaras, amuletos y toda suerte de alhajas confeccionadas en oro por los más célebres y delicados orífices de todos los tiempos. Libra tras libra, arroba tras arroba, tonelada tras tonelada de maravillosas joyas de oro fueron acumulándose en un lugar secreto, que el cacique había indicado. El volumen y valor de este tesoro era incalculable, ya que varios bohíos se llenaron con las más raras y hermosas alhajas de la espléndida orfebrería pijao.

El tiempo apremiaba, por lo que el cacique Tolimaca ordena llevar, de noche, todo ese tesoro a otro lugar secreto, previamente escogido por él. Este nuevo escondite se hallaba en una caverna, en las estribaciones occidentales de la cordillera en medio de un espeso bosque. El célebre indígena era prácticamente el único que conocía el lugar, a no ser que el hechicero o mohán Buriló también lo conociera, ya que era un hombre ayudado por el diablo y estos secretos no lo eran tales para él. De todas maneras, el cacique llevó a dos de sus hombres de confianza y les muestra el lugar preseleccionado por él para depositar el cuantioso tesoro. Entre estos va el mohán Buriló, brujo o hechicero de la tribu, quien, desde luego, aparentaba no saber nada de ese lugar.

Más de cien fornidos aborígenes fueron escogidos para transportar y esconder la formidable riqueza. Se inició el traslado del inmenso tesoro y durante treinta noches, los cien indígenas llevaban el precioso cargamento al lugar de destino. Y precisamente tenía que ser transportado a esas horas nocturnas, pues nadie debería saber el sitio donde se depositaría el fabuloso tesoro. Así, cien indios, durante treinta noches, fueron necesarios para conducir y esconder esta incalculable riqueza pijao. Nadie, ni siquiera el mismo cacique Tolimaca, sabría cuánto oro llegó a la caverna y, mucho menos, podría tasar el valor en obras de arte laboradas por los más famosos orífices indígenas, confeccionadas a lo largo de incalculables generaciones. Pero, a no dudar, ese tesoro alcanzaría dimensiones muy grandes, quizá comparable al tesoro de los incas y aztecas, también escondidos para no dejarlos caer en manos de los conquistadores hispanos.

La caverna, larga y espaciosa, casi era insuficiente para contener tan voluminoso y rico tesoro como el que iban llevando los nativos para ser guardados por siglos sin fin, ocultos para los conquistadores de ayer, de hoy y de mañana.

Terminado el trabajo de ocultamiento del gran tesoro pijao, la boca de la caverna fue ingeniosamente tapada y disimulada. Ya todo oculto, los cien indígenas se preparan para retornar, pero debían presenciar, primero, las ceremonias de exorcismo del mohán, brujo o hechicero Buriló, quien quema plantas y resinas, no para ahuyentar el demonio, sino, más bien, para invocarlo, para suplicarle se hiciera custodio y protector eterno de esos tesoros de los antepasados. Así, en medio de complicadas liturgias y ceremonias, el hechicero ha llamado en su auxilio a una legión infernal. El lugar comienza a iluminarse; se sienten fuertes olores a azufre y unos rugidos que ponían pavor en los corazones de los presentes, anunciando el arribo de los hijos del averno. Todos quedaron como petrificados, al tanto que el brujo daba saltos y alaridos, para, luego, caer en éxtasis.

Poco a poco las cosas fueron aplacándose y todo retornó a su estado natural de sombras y silencio absolutos. La noche seguía cubriendo el espeso bosque. Una orden rompe el mutismo y hace que los indígenas se apresten a retornar a sus chozas. Inician la marcha. Habrían cubierto unos pocos kilómetros, cuando son sorprendidos en una emboscada y muertos todos. No tenían armas para defenderse, pues su misión era de paz, cual era la de esconder los tesoros de sus mayores, según instrucciones del gran cacique. Así que la obra de quienes perpetraron la emboscada, fue en extremo fácil. Había sido ésta una orden del mismo Cacique Tolimaca, que envió a exterminarlos para que ninguno fuera a revelar el secreto del escondite del tesoro. El brujo o hechicero Buriló tampoco debía quedar con vida, pues era él quien había comandado todo el enterramiento y mejor que nadie conocía todos los-secretos. Nada parecía haber quedado con vida. Ni siquiera había heridos, ya que los que no cayeron fulminados por las flechas certeras de los guerreros, fueron rematados. Todo quedó en silencio, tras la macabra emboscada.

Consumado este genocidio, los guerreros retornaron a la ciudadela aborigen. Su jefe se presentó de inmediato ante el gran cacique para rendir información del exterminio. Nadie había escapado a la masacre. Ya todo era un secreto, que tan sólo conocía el gran cacique Tolimaca, porque el mohán o brujo también habría desaparecido. El secreto sería guardado por toda la eternidad y los antepasados podrían descansar tranquilos, después de haber sido inquietados momentáneamente en su sueño milenario por órdenes del gran cacique, que arrebató sus tesoros de sus sepulcros, para ser depositados en lugar seguro. Ahora podrían retornar al sueño eterno, ya tranquilos, porque nadie los despojaría jamás de sus haberes, ya que estaban bien guardados, al abrigo de intrusos y ahora para siempre bajo la custodia de seres infernales, que velarían eternamente, protegiéndolos.

Ya el gran cacique Tolimaca podía emprender su marcha hacia el triunfo o la derrota, donde se jugaría el destino de su pueblo. No había más alternativa que la de triunfar o morir. El gran cacique marchó en busca del enemigo, del que tenía noticias que ya venía a atacar. El cacique salió a su encuentro, tomando así la iniciativa, mejor que esperar y defenderse.

Los ejércitos ibéricos y los indígenas lucharon por días. La batalla era indecisa, pues unas veces la suerte favorecía al conquistador español, mientras que en otras ocasiones terciaba al lado del aborigen. Pero, finalmente, cayó el cacique, vencido tras un lance con otro cacique enemigo, que lo había traicionado y se había puesto de parte de los hispanos.

La lucha cesó y con la batalla perdida se selló la negra suerte del gran pueblo pijao. Terminada la contienda, los principales guerreros pijaos fueron hechos prisioneros y luego ahorcados en los árboles, para escarmiento de los demás indígenas. Y mientras esto sucedía, las mujeres, los niños y los ancianos se suicidaron arrojándose por los precipicios. Centenares, millares, quizá, se lanzaron a los torrentosos ríos y se ahogaron. Hubo ríos que detuvieron su paso y se represaban por la cantidad de aborígenes que desde los peñascos se arrojaban para morir en las profundidades de sus lechos, antes que caer en manos de los crueles hispanos.

De esta manera quedaba decidida la suerte de los pijaos, que prefirieron el suicidio masivo, a caer prisioneros y hacerse esclavos de los dioses blancos de más allá del gran lago.

En esta forma el fabuloso tesoro de los pijaos quedaba en la profunda oscuridad, pues quienes lo depositaron en cavernas habían sido asesinados para que no tuvieran la tentación de revelar el secreto. Los guerreros que los habían liquidado, no tenían remota idea de dónde venían, ni que estaban haciendo aquellos, sino que tenían la orden que era la de emboscar y matar a otros indígenas, ya señalados por la negra suerte. Así, el único que conocía el secreto era el gran cacique Tolimaca y este acababa de caer en medio de la gloria de haber luchado hasta el fin, por la libertad de su pueblo. Quedaba, pues, el inmenso tesoro, la fabulosa riqueza, al amparo de las sombras eternas.

Sin embargo, como entre cielo y tierra no hay nada oculto —como reza el dicho popular— resulta que en la matanza de los indígenas que hicieron el enterramiento o, mejor, que realizaron el escondite del tesoro pijao, el mohán, hechicero o brujo Buriló, que se las sabía todas, adivinó lo que iba a suceder y fue entonces como durante la marcha para retornar a casa, fue apartándose más y más, hasta desligarse completamente del grupo. Vino la emboscada, pero él ya no estaba sino que había huido y se hallaba muy lejos. De esto no se percató el jefe que comandaba los guerreros indígenas que hicieron la emboscada, aunque llevaba instrucciones precisas de caerle al mohán o hechicero, ante todo. Por ninguna circunstancia éste debería quedar con vida. Pero el comandante de los guerreros no se detuvo en detalles, sino que se dedicó al tétrico exterminio de los indefensos indígenas.

El brujo al escaparse, comenzó a descender por la cordillera, al amparo de la oscuridad. Se dirigió hacia oriente, hasta que llegó a la parte plana, lo que alcanzó cuando ya habían aparecido los primeros rayos del amanecer.

El hechicero Buriló estaba, ahora, en tierras de los quimbayas, tribus que él conocía de nombre, pero con quienes nunca tuvo contacto alguno. Para él era difícil tratar con los quimbayas, porque éstos de inmediato adivinarían que era pijao por lo que de seguro no le darían abrigo, pues eran los pijaos hombres muy temidos, por su belicosidad y crueldad. Pero esto no era mayor problema para el mohán Buriló, pues se transformaba, a voluntad, en animal, en una roca, o en cosas parecidas. También podía convertirse en un indio quimbaya, o en un jefe de esta otra parcialidad, pues para eso era un hechicero o brujo, que tenía fuertes nexos con los personajes de las sombras.

Por algún tiempo, el brujo Buriló, bajo la identidad de un quimbaya, se paseó por todas partes, sin ser descubierto o siquiera haber sido objeto de sospecha, tal era perfecta su transformación. Sin embargo, a él le atormentaba el recuerdo de su raza desaparecida, pero más aún, el terrible secreto del tesoro pijao. Él era el único sobre la tierra que lo conocía y sobre él recaía toda la responsabilidad. Esto lo tenía como al borde del desespero, tal era la agobiadora carga que le impedía una vida tranquila. Muchas fueron las veces en que estuvo a punto de revelar el secreto, pero recordaba la maldición que había echado para quien revelara el escondite donde estaba el tesoro. Sin embargo, tampoco quería que quedase oculto hasta la eternidad. Alguien más debía compartir el secreto para que, cuando él desapareciera, no quedase aquél en el silencio eterno. Pero no se lo revelaría a nadie y más bien tomaría una determinación, que pensaría cuál podría ser, con el correr de los días.

El gran hechicero o brujo Buriló decidió dejar estampado en una roca el misterioso secreto del escondite del fabuloso tesoro. Sí, esto era lo que debía hacer, pues revelaba el secreto, pero en forma indirecta y así no recibiría el castigo de los seres infernales.

Una mañana, de esas tan hermosas que suelen acariciar las estribaciones de la cordillera de los quindos, el mohán o brujo Buriló tomaba un baño en un torrentoso río. En la mitad del cauce había una enorme piedra, muy apropiada para el fin que él quería, o sea el de dejar grabado el secreto del lugar en que se encontraba oculto el tesoro de los pijaos. Sí, allí lo haría. Fue entonces cuando valiéndose de sus mañas y artes hechiceras, se ingenió un instrumento más duro que la roca misma y comenzó a trazar misteriosas figuras para revelar el formidable secreto. Así fue como fueron apareciendo la figura del dios sol y de la madre luna, divinidades tutelares de todas las razas indígenas. Las dos divinidades miraban hacia el lugar donde se hallaba la caverna depositaría del fabuloso tesoro, protegiéndola de quienes trataran de penetrarla. El brujo Buriló, es cierto que era un personaje del más allá, propiamente de las legiones infernales, pero no por eso dejaba de creer también en las divinidades que desde la bóveda celeste protegían a la fanática indiada. Por eso fue por lo que primero encomendó a los seres del averno, guardar la entrada del misterioso escondite del tesoro, y ahora, pedía a los dioses tutelares de la raza que velaran, desde la distancia, el gran secreto.

Bien, luego de trazar profundamente las figuras del Sol y la Luna, encarnados en el hombre y la mujer, trazó una tercera figura detrás de esos dioses lares. Y a los lados de la piedra grabó una serie de jeroglíficos que anulaban las maldiciones, que él mismo había pedido cayeran sobre quienes violaran la gran tumba de sus antepasados, mejor, la caverna donde se habían depositado todos sus bienes terrenales, a órdenes del gran cacique Tolimaca. A espaldas de las figuras augustas de los dioses, en la parte posterior de la piedra, grabó un gran lagartijo, también animal sagrado, que serviría para ayudar en la protección del secreto. Buriló, el misterioso brujo Pijao, quedaba ya tranquilo, pues se había desahogado de tan terrible responsabilidad. Quedaba, entonces, interpretar el significado de los jeroglíficos y figuras humanas y zoomorfas que había estampado, a cincel, en la inmensa piedra del torrentoso río.

A este respecto, el brujo Buriló se decía a sí mismo:

Quien llegue a esta piedra verá dos figuras, una grande; pequeña la otra. La primera representa al dios Sol; la Luna, la menor. Estos miran eternamente hacia la cueva o caverna donde está oculto el tesoro. Pero para saber el punto exacto hacia donde están mirando, es necesario apostarse detrás de esas dos figuras, y por eso la razón de la tercera figura que está colocada como mirando por encima de ellos. Quien se sitúe en esa posición verá claramente el sitio o lugar donde está encerrado el tesoro pijao. Sin embargo, si esto se hace durante el día, no podrá verse el punto exacto. Primero —se repetía— hay que estar en la piedra en una noche de luna y cuando los rayos de ésta le den a su estampa grabada en la piedra, cuando entonces ésta expedirá una luz que irá a posarse a toda la entrada de la cueva donde está el tesoro. Así, hay que situarse detrás de las dos figuras, en una noche de luna y esperar la revelación del secreto, esto es, del punto exacto donde se encuentra. Allí estará la lucecita señalando el camino.

Y el brujo continuaba diciéndose:

Ya revelado el secreto, entonces al día siguiente, en las horas claras de la mañana, uno podrá apostarse detrás de la piedra y ver con exactitud el lugar preciso donde está el tesoro, porque las miradas de los dioses ya estarán fijas en el lugar. Pero, repito, es necesario, primero, descubrir el lugar, según las instrucciones, o sea en una noche de luna.

El hechicero o brujo grabó todo esto en esa piedra y ya quedaba tranquilo, porque la roca, símbolo de eternidad, también lo conocía y lo portaría hasta tiempo infinito. Pero, el brujo no sólo revelaba el secreto, sino que anuló la maldición que recaería sobre quien descubriera el tesoro. Ahora dejaba el secreto en manos de los dioses tutelares: el Sol y la Luna.

Durante varias ocasiones el brujo o hechicero pijao. Buriló, se cercioraba de que lo grabado en la piedra fuera exactamente como él lo quería decir, señalando el lugar preciso donde se encontraba el gran tesoro oculto. Todo era exacto, perfecto. Una noche en que estaba sobre la roca meditando sobre el tesoro, sobre su raza, sobre el destino que tendrían las opulentas riquezas de sus antepasados, un ruido sordo se sintió de súbito y una inmensa tromba de agua lo arrastró y sepultó en su oscuro y borrascoso lecho. Pero ya el brujo había revelado el secreto, el lugar exacto donde estaba oculto el fabuloso tesoro de los pijaos.

 

Código: CLTC 600N

Año de recolección: 1985

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Jesús Arango Cano

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino. Colombia

Año de publicación: 1985

 

 

El Tunjo

El Tunjo es un muñeco de oro. Tal vez fueron estos pequeños ídolos simbólicos o divinos de los pijaos; tal vez fueron dioses o simplemente ofrendas religiosas consagradas a paganos dioses o a sus caciques. No sé por qué se le atribuyó la leyenda de un fantasma que anda errante, buscando protección, alimento y cobijo, por lo cual premiaba a su protector con el fruto de una gradual fortuna.

Se presenta en la forma de un bebé inofensivo, llorando, a la vera del camino, en los grandes caminos reales, en el cruce de un bosque o de una quebrada, en las inmediaciones de unas ruinas o casas abandonadas, a la orilla de las cachaqueras o de los ríos. El Tunjo, después de todo, no hace más que asustar a las víctimas, al parecer inconscientemente, pues según se entendía él sólo buscaba, como antes he dicho, a un protector que lo cuidara y mantuviera, para él, a su vez, hacerlo rico. Naturalmente que para que el escogido tuviera derecho a esa oportunidad de enriquecerse tenía que soportar alguna prueba, y el caso era que el niño se presentaba llorando desconsoladamente a la orilla del camino, tirado en el suelo y precisamente cerca de donde ha de pasar el solitario viajero a quien ha de aparecérsele. Si la persona pasa de largo el niño lo alcanza y si va de a caballo se le monta en la grupa, dándole así el susto consiguiente y del cual no puede librarse sino corriendo desesperadamente o rezando. Otros se bajan de la bestia, lo recogen con mucho cuidado, con el consiguiente estupor de encontrar una criatura así abandonada y con lo cual el niño deja inmediatamente de llorar y, en seguida, ante el asombro de su inmediato protector, le habla muy claro, diciéndole:

-Papá, mire que ya tengo “ñentes”.

Acto seguido abre la boca, por la que se escapa una feroz llamarada. El hombre tira la criatura y huye despavorido.

Esa es la terrible prueba.

Pero, en cambio, aquel que conoce ya el truco y ha estado precisamente esperando una oportunidad como aquella para enriquecerse, y que mucho la ha buscado en los lugares solitarios a deshoras de la noche y en noches de Viernes Santo, procede inmediatamente a hacer lo siguiente:

Rápidamente recoge la criatura y sin darle tiempo a más se moja el pulgar con saliva y lo santigua diciendo solemnemente:

-Yo te bautizo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El niño queda inmediatamente convertido en un precioso muñeco de oro. El que coge así un Tunjo se vuelve inmensamente rico de la noche a la mañana. El muñeco debe ser cuidadosamente guardado en una caja entre rezos y conjuros especiales; la caja debe ser bastante segura y con un compartimiento suficiente para la alimentación de su ocupante. Porque el Tunjo come como un ser viviente y defeca asimismo todos los días, pero valiosos trocitos y trocitos de oro macizo, con el cual se va haciendo inmensamente rico su dueño. Su alimentación consiste en cierto grano o semillita muy semejante al comino, pero más pequeña, que crece en las faldas de la cordillera. La alimentación no debe faltar, ni sus cuidados, ni sus ritos de posesión, porque si no éste se embarca en medio de una tormenta infernal y torrencial lluvia, con la cual crecen los ríos y quebradas saliéndose de sus cauces hasta dar con el muñeco, el cual se embarca en las embravecidas aguas, tocando tiple y cantando melodiosamente. Ampliaremos la descripción del Tunjo con el siguiente relato:

Cuenta un anciano campesino de Chenche, que en cierta ocasión, cuando él era apenas un “guámbito”, hubo en los llanos del Salitre un señor Moncaleano muy pobre, labrador, que sólo vivía de las mediocres cosechitas de maíz en los montes del Martín y de arroz secano en las mesetas de Chenche, y de unas cuatro matas de plátano en las vegas de Río Grande, amén de unas ocho o diez chivas, algún par de cerdos, pelechando, y unas cuantas gallinas.

Don Venancio, que así se llamaba el campesino, no estaba a gusto con su pobreza y buscaba por todos los medios salir de ella lo más pronto posible. Y como la ganadería, la agricultura y otras empresas no tenían auge suficiente y sólo alcanzaban para comer, él buscaba la única forma de hacerse rico total e inmediatamente, y ese era el hallazgo de un tesoro oculto, la posesión de un talismán o familiar y en último caso, hasta hacer pacto con el diablo, medio éste último repudiado por don Venancio, que en medio de su ambición no dejaba de ser un buen cristiano a carta cabal y no quería tener ningún lío con el “compadre”.

De manera que el buen labriego se la pasaba continuamente a deshoras de la noche “puestiando guacas, buscando entierros, conferenciando con los difuntos, hurgando y buscando en las ruinas y casas abandonadas, adquiriendo ligas y consiguiendo oraciones virtuosas, averiguando secretos de antepasados y tesoros indígenas, y otras leyendas sobre fabulosas riquezas.

El Viernes Santo por la noche se iba a los lugares más apartados y lóbregos, equipado con todos los conjuros y aprontes necesarios a “puestiar” guacas, entierros y Tunjos. Y fue así que una noche de Viernes Santo, estando él atento junto al morral donde llevaba los tabacos y una botellita de trago, en un lugar desolado y donde no se oía el canto del gallo ni el ladrido del perro, a eso del •filo de la medianoche, cuando oyó el desconsolado llanto de un niño debajo de un capote a sólo diez pasos de donde él se encontraba.

¡Oh, milagro di vino!, lo que él tanto había anhelado: ¡un Tunjo! Ni tesoros, ni entierros, ni monicongos, ni familiar, ni virtud alguna; un Tunjo era la perfecta dicha, riqueza, todo. El entendía mucho de Tunjos, aprendió las artimañas para su manejo, sabía cuidarlo y• beneficiarlo. ¡Un Tunjo…! Rápido, ñor Venancio se abalanzó al lugar, acogió la criatura en sus brazos, y sin pensarlo un instante, la bautizó con saliva, con lo que el niño se transformó inmediatamente en un muñeco de oro puro que pesaba como una arroba. Lleno de alborozo y en el más riguroso secreto, el humilde campesino se lo llevó a su casa, lo depositó en la caja que él de antemano tenía preparada y le otorgó los primeros cuidados.
Desde entonces, “mano” Venancio comenzó a enriquecer y a enriquecer, sin que nadie pudiera averiguar el origen de su riqueza. Unos decían que era familiar, otros que era algún entierro de alguna alma en pena, algotros que una guaca encontrada en sus continuas búsquedas, alguna oración o un pacto con el diablo.

El labriego no descuidó por esto sus míseros haberes anteriores, sino que los aumentó paulatinamente, a la vez que se dedicaba con “alma, vida y sombrero” al cuidado y manutención del muñeco y a procurarle todas las artes y partes que eran menester para que no se le embarcara, y, asimismo, iba atesorando a diario el producto áureo de su defecación. Compró propiedades y se “enricó”, al decir de los vecinos; ya no era “mano” ni “ño” Venancio, sino el señor Moncaleano o don Venancio. Era dueño de muchos hatos y lecherías, de un arreo inmenso de mulas, asnos y caballos, de huertas y grandes plataneras; tenía matanza y hasta casas en el pueblo.

Así duró don Venancio otros largos años de su vejez entre el alegre trajín que le daba su fortuna, contento, tranquilo y procurando servir siempre a los necesitados; hasta que un buen día pasó a mejor vida-dejando como era natural, su fortuna en manos de sus dos hijos únicos, fortuna entre la cual figuraba el preciado Tunjo. Sus hijos eran unos calaveras “tomatrago”, criados a toda ley y holgura, que no hacían más que parrandear por todo el llano, “pelando mochos” y enamorando ingenuas campesinas. No habían desempeñado ningún trabajo útil y por lo tanto desconocían toda obligación y carecían de responsabilidad. Así fue que tanto los ganados como las sementeras fueron decayendo y, respecto al muñeco, sostén de la riqueza, lo descuidaron, lo abandonaron tanto en su alimentación como en sus demás cuidados.

Una noche se oscureció el firmamento repentinamente, una tromba de viento y de demonios se desató por toda la vereda; tempestad tan terrible y tan violenta jamás se había sentido igual. Los vientos bramaban y descuartizaban los árboles, retorcían las palmeras, arrancaban los techos de las casas y arrancaban de raíz las sementeras; los rayos abrieron las palmas, incendiaron el llano y las viviendas, mataron las reses y hasta los cristianos. El agua caía como un diluvio llenando las cañadas, los ríos y las quebradas; llovió toda la santa noche hasta que las aguas de Chenche se salieron de su cauce, como nunca se había visto creciente igual, ahogando los ganados, destruyendo los siembros; se ahogaron niños, mujeres y ancianos, y el agua subió hasta donde era imposible llegar.

Como a eso de las cinco de la mañana se oyó como un preludio melodioso, como una hermosa voz armoniosa que cantaba al son de un tiple, tocado con tristeza y dulzura, bajando por la madre de la crecida y al amparo de una luz extraña que resplandecía a lo lejos cual la luz de un farol. Instantáneamente cesó la tormenta, bajaron las aguas y todo quedó en calma. La comarca quedó como una playa desolada y triste. Las riquezas del finado fueron totalmente destruidas. Fueron a ver la caja en la cual reposaba el Tunjo y había desaparecido. Los Moncaleanos quedaron igual o más pobres que lo que estuvo su padre antes de poseer el Tunjo.

 

Código: CLTC 441N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

El guango (guando)

El guando es una barbacoa hecha de guaduas o varas, en donde se transportaba a los muertos desde los campos hasta el cementerio del pueblo. Estos entierros ponían siempre en movimiento a toda la vereda entre un ajetreo resonante y activo que se hacía en convite, como si se fuera a empajar un rancho, a hacer un “desmatón” o a desyerbar un lote de yuca o de maíz.

En la casa del difunto, entre aguardiente, lágrimas y animación se reunían los enterradores, los cuales venían muy bien ataviados con pantalón dominguero y camisa bien “empecherada”. Los deudos debían costearse el desayuno y los gastos de la comitiva de acompañamiento; equiparlos con buena provisión de trago y tabaros para el camino, costearles el almuerzo en el pueblo y las atenciones de estanco. En el regreso más trago, y así hasta que llegaban borrachos a comer tamal con chocolate y bizcocho tostado. En estas juergas de entierros se sucedían reyertas que dejaban algunos heridos y muchas veces más muertos.

El guando era transportado por cuatro personas, una en cada uno de los extremos de las dos varas sobre las cuales se bacía la barbacoa en donde se balanceaba el muerto en medio de espeluznantes chirridos de amarres y maderas. Los cargadores se turnaban a cortos intervalos, diciéndole a uno de los acompañantes más cercanos:

-Meta el hombro, compañero.

La leyenda del guando es la siguiente:

Vivía en otros tiempos un hombre huraño, avaro, intransigente y mal amigo, que no prestaba un servicio, no daba una limosna, no ayudaba a nadie ni se compadecía por nada. Su inhumanidad llegaba hasta el extremo de que jamás quiso colaborar en el transporte de un muerto, para darle sepultura como Dios manda, sino que se• negaba rotundamente a cumplir con esa obra de misericordia, alegando que él no era carguero de nadie y mucho menos de un retobo; que cuando él muriese, bien podían tirarlo en un zanjón, echarlo al río o dejarlo por ahí para que se lo comieran los “chulos”.

La muerte llegó a su turno a las puertas de aquel hombre insensible y murió solo, abandonado y sin una oración siquiera, pues él ni siquiera permitía que nadie se arrimara a servirlo. Una vez muerto, los vecinos, olvidando viejos rencores y para cumplir con su deber de cristianos, se reunieron en la casa del finado, voluntariamente. Por medio de colectas entre sí financiaron los gastos de entierro y procedieron al transporte del cadáver al pueblo; construyeron un “guango” y colocaron al muerto sobre él. Mas cuál no sería el asombro de los concurrentes al comprobar que el difunto estaba terriblemente pesado, hasta el punto de que se necesitaron muchos hombres para levantarlo y luego transportarlo, con mucha brega por tramos pequeños y en continuos relevos.
Para ir al pueblo había que cruzar un río por un puente de madera. Los cargadores con lucha y fatiga lograron llegar al puente, pero al intentar cruzarlo, poco más o menos en la mitad, su peso se hizo insoportable y por mucho que lo intentaron no lograron sostenerlo y tuvieron que aflojar; el “guango” cayó sobre el puente, éste se rompió con el terrible peso y el muerto cayó en medio de las turbulentas aguas del río, las cuales se lo tragaron en un segundo. Tres días lo buscaron .y lo buscaron río abajo, pero no fue encontrado el guando ni su tétrica carga.

Desde entonces está rodando por el mundo esa alma en pena con el fatídico nombre -del “guango”, tenebrosa aparición de ultratumba que se presenta por los caminos reales que van al pueblo o por las calles suburbanas que van al cementerio, a altas horas de la noche, con preferencia la víspera de “Todosanto” o el día de las Animas, en la forma de un muerto transportado en una barbacoa por cuatro hombres, alumbrado por cuatro cirios y seguido de una larga y lúgubre procesión, vestidos todos de negro, portando velas encendidas y rezando en un murmullo bronco y medroso. En su lento y acompasado avance, el “guango” va chirriando horriblemente con un “chi-qui chi-qui chi-qui chi-qui”, que pone los pelos de punta. La víctima, como es natural, se queda paralizada de terror a la vera del-camino mirando avanzar el fantasmal entierro a esas horas de la noche; y es así como el tétrico “guango” pasa junto a él, un aire frío le da en el rostro, un olor a azahares y a mirto lo invade, el corazón le salta, cuando por encima del ronco y apagado orar de la espectral comitiva oye una voz aún más cavernosa y lúgubre que le ordena:

-¡Meta el hombro, compañero!

Siente luego en el hombro un peso que lo abruma, oye gritos y lamentos de las almas en pena, el corazón lo ahoga, la cabeza le da vueltas, no ve sino negrura y abismo y cae desvanecido como muerto.

Después de recobrado el conocimiento, la persona queda asustada, sonámbula, como idiotizada por algún tiempo; y nunca jamás vuelve a salir a deshoras de la noche.

El guando se les aparece a los trasnochadores, a los borrachos, a los avaros y crueles; a los mezquinos, a los enemigos de hacer el bien y a los que no se detienen ante nada con tal de hacer dinero.

 

Código: CLTC 442N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

El silbador

Es esta una creencia y superstición exclusiva del sur del Toma. El silbador es un espíritu maligno, una aciaga predicción, una siniestra profecía representada en el fatídico cantar de un pájaro de mal agüero invisible, siniestro y muy temido. Es un ave del demonio y compañero de las brujas que sólo predice desgracias con su tétrico silbido. Aseguran que en su forma es un pájaro corriente, de color gris terroso, muy semejante al Trespiés, hasta en su canto: un silbido largo, lastimero y lúgubre. Pero ninguno de los que han escuchado su triste aviso lo ha podido ver, pues casi siempre su canto es lejano, misterioso, se oye en la inmensidad del llano, de las montañas o de los ríos, entre las lóbregas tinieblas de la noche o entre la bruma lejana del espacio.

Siempre oye su canto aquella persona a quien le va a suceder o le está sucediendo en ese instante alguna terrible desgracia y con preferencia la muerte de algún ser querido. El terrible aviso que da son tres silbidos prolongados y tristes, con algún intervalo entre cada uno.

Para mayor y más clara explicación de él veamos el relato de este campesino, en sus mismas palabras y con todas las vueltas y revueltas que él sabe darle a la narración.

Conversa con su vecino, el campesino Timoteo Guarnizo, que ha venido a visitarlo por la noche, echados bocarriba sobre la barbacoa del patio, bajo la hechicera luz de una luna esplendorosa, rodeados de toda la prole de don Baltasar Cabrera, que así se llamaba el labriego, y mientras ambos saboreaban las delicias de un tabaco “cosechero” clavado en sus labios, por cuyas comisuras arrojan de cuando en cuando volutas de humo que se pierden en la oscuridad:

-Y como liba diciendo, mano Timo, –decía así, don Baltasar-, en una sola ocasión oí yo el tal Silbador y dende entonces le tengo inquina al maldito pajarracu ese y a mi Diosito le pío que no me lo güelva a topar por ai en el jamás de los jamases. Eso jue pa un… si, pa un jebrero, don Timota, pero yo más bien precuro nu acordarme, ave María purísima. Ya yo había champurriao en compañía de mhijo Baltica, el mayorcito, un tabloncito e yuca y unas maticas de redrojo que tenía en la vega porteluna y como no tenía mayor qui hacer, cogí un burro orejigacho, grande, que tenía, le encasqueté una siya di orqueta que mi había regalao mi compadre Nepomuceno Güertas, le tercié la menúa, una murrala con bastimento, café, panela, anzuelos mueluderos y capaceros, y unos tres u cuatro pintones pa carnadiar y una boteyite trago pal fríu. Me li orquetié al burrito y me empaqueté pa Riogrande a salile a la punte nicuros á la hoque Totarco.
A yo mi había dicho el rucio Donato, que Dios lo tenga en los Santos Reinos, quel grueso e la punta había pasao por Peñones Altos ese domingo, es decir, dos días antes, porque aquél era un martes, hora… hora verá… hora seis años, precisamente. ¡Jué la su hienda grande di hora seis años, mano Timota! Estu es jué en ese tiempo que se jartó Chenche de tanto pescao que los podía coger uno con la mano.

-La recuerdo, mano Balta; yo me cogí como dos costalaos de cheres ai nomás en los alares de Quitacalzón, en un rato. -Eeh, menito, don Timo, pa que vea que no le miento. Bueno; así jue que me juí pal río solitico con Dios y la Virgen, una chandosa, langaruta, que no me perdía pataa y un atadito e chicheros que yevaba en la murrala pa espantar los zancudos. Maruja se queó buena y sana en el rancho, tejiéndosen unos rejos con las muchachas pa vender en la viya. Y Baltica, que hacía las veces di hombre en la casa. Me juí derecho a la boca, a la parte di abajo, ques donde trompea el barbudo. Por ai entre dos luces yegué a la oriye el río y ranché a lo di abajito e la cachaquera martinuna, debajo di un mulato grande que hay oriyadito a la playa. Achiqué el burro di una mate cachaco, bajé los trimotiles y la chila; y en un dos y tres soplé candela y puse a hacer unos sorbos de café pa engañar la barriga. Tomé tinto y juí a tender y a echar unos lancecitos en la punte la resaca a ver si cogía algo pa hacer un viudito. Eché unos cuatro perros y me cogí unos nicuros; aliñé loya y mantras estaban los cocidos tendí los anzuelos.

La noche taba como el día, azulita pero calurosa; la playa taba sólida y queta, no se oya sino latir, por ai de cuando en vez, los perros de la vieja Martina, en la vega. Al otro lao se veya una hoguerada, jeguro eran pescadores que taban tendiéndole a la muesca. En eso ya tuvo el viudo y me lo panqué, me jumé un chichero, le eché de comer a la perrita y ai mesmo cogí la manta y me jui pa arriba pa la cabicera del playón…

-Ai pal caidero que tienen los Mendozas.

-Esauto, mano Timota. -Ai pegaito a Totarco…; ai sí qui arriman unos grandes, mano Baltica, y a liia abajito el peñón es un lance seguro.

-Y limpio, mano Timoteo; es lo que más me gusta ese puesto; esplayao, y muy acertao pal nicuro. Bueno; eran como las once, tal vez; arrimé pianito y eché el primer lance, así arrecostao al peñón, y casi no pueo sacar la chila jartica de cachudos; me cogí más de cuarenta; yo ije pa mis adentros: ta bueno; si así sigo mañana cargo el burro y me largo.

-A bárbaro, siempre estaba apretaíta.

-Pues cómo no. Bueno, yo seguí chiliando y cogiendo graniaíto, pero unas lonchas de nicuros que parecían capaces y amariyitos de lo puro gordos.

-A gusto…

-Si jeñor; y horita sigue lo peliagudo, mano Timoteo. La luna si había ocultao, el cielo taba nuboso y un relámpago parpariaba cortico parriba, como con ganas de yover; no se oya ni un mosco y una brisita repelente mi hacía chisporriotar la pavesa del tabaquito que me staba jumando. Sólo se oya el chapoteo de los nicuros echando pa rriba. Yo taba amojonaíto, haciéndoles hora a los guapuchos, mascujiándome el tabaquito y con la tasaja lista, cuando oigo por ayá, como por la madre del río, ese silbido clarito, largo y destemplao, mano Timoteo; sería como la media noche. Yo me quedé suspenso, se me erizaron los pelos y la lengua se me puso como si juera un pite e boge. Nu acertaba ni a moverme, y queó en el aire esa cosa mala, un soplo juerte enainas me tumba el sombrero y too parecía como si el mandingas estuviera por ai suelto. Otro ratico endespués volvió a silbar abajo, al pie e la cachaquera, y ai sí, mhijito, recogí los cuchos como pude y me jui pa la rancha, que me temblequiaban las corvas como si tuviera beri-beri. El burro taba que arrancaba la mate cachaco, ¿oyó?

-No tenía por menos, mano Baltasar; ave Maria purísima. ¿Y vusté quiso?

-Jigúrese; esi animal resoplaba y paraba las orejas y no se taba queto; la perrita también dejó el jogón y se me jué a enroscarse en mis zancas, huyando, asustada.

-¡Eco…! Los animales cómo perciben esas cosas…

-Son los que más. Bueno; tan pronto como yegué a la ranchería, me silbó por tercera vez ai no más en las ramas del mulato. Ai si jué cierto quel burrito y la perra si alebrestaron como yevaos del diablo. El susto que yo tenía era bestia, mano Timo; y sobre todo me cogió esa pinsión y esa pinsión que no me dejaba ni cavilar con derechas; y yo, qué más pesca ni qué caray. Me juí otra vez pal río, pelé los anzuelos como pude y eché todo en la murrala, y también como una arroba de pescao que había cogío ya. Ensiyé el animalito, le colgué los jotos, me le encasqueté más encima y me las empunté pal rancho. Cuando yegué, ya tenían a Marujita en la mité la sala, válgame Dios, don Timo, velándola, y toos mis muchachitos yorando como locos al pie.

-Ay, sia por Dios, mano Balta, ¿antonces eso jué cuando la muerte la finaa Marujita?

-Como loye, vusté, mano Timoteo; comu a las dos horas di haberme largao puayá de farolón le dio un patatús a la vieja y por ai como a las once jué alma de lotra vida. Y ese espírito de los demónchiros me lo avisó. Cuando yegué, apenas salía Baltica a avisame, en una mocha vieja que le emprestaron por ai.

-Jesús Credo, mano Balta, qué cosas esas; ese pájaro agüerista es comuna cosa mala que no le tré sino desgracias a uno. ¿No ve que a yo también me silbó cuando la muerte el viejo? Eso jué puna cuaresma, entri oscurito y claro; taba yo leñatiando ai junto al rancho viejo de la vieja Rudesinda y me silbó tres veces también; por ai como del monte payá, en lo más cuajao; un chiflido clarito y como con un susirio; ¡y… tome…!, ¡se murió mi taita!

 

Código: CLTC 443N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

Brujas y duendes

Las brujas y los duendes son personajes conocidos universalmente; en todos los rincones de la tierra hay brujas, se conocen sus leyendas, se les atribuyen tales o cuales características, según el lugar y las creencias de sus moradores. Asimismo, son conocidos los duendes.

Pero, por ejemplo, la bruja tolimense es original. Sus formas, sus andanzas y leyendas son propias del Tolima. La bruja universalmente conocida es aquella vieja desdentada, de boca grande, mejillas flácidas, con un sombrero puntiagudo, fumándose un largo tabaco y montada en una escoba, volando por los aires. La bruja tolimense, en cambio, surgió de las mentes campesinas como una mujer hermosa que vuela desnuda, que pernocta con el diablo y que tiene el poder de transformarse; que baila en partes desoladas en compañía del demonio, que forma parte del séquito de éste y que está bajo su dirección y ayuda. Su forma más corriente para transportarse de un lugar a otro en sus diabólicas andanzas, es la de una pisca (pava). Es un animal enorme que azota los techos al posarse en los limatones de las casas y las ramas de los grandes árboles, si se posa en ellos.

Muchas veces, en la negra oscuridad de la noche y a horas avanzadas, se oye su estruendoso volar que pasa raudo, el aletazo del viento le da a uno en la cara y después se oye su horrible y estridente carcajada. Otras veces se pueden sorprender a todas las de la vereda o pueblo; porque es preciso advertir que las brujas del Tolima son siempre mujeres de la región, pervertidas, hechiceras, adúlteras o de malas artes que hacen pacto con el diablo para poder ejercer su abominable profesión, y se pueden sorprender, digo, en sus danzas, festines y bacanales, en compañía de Satán, en amplios descubiertos o limpios, en medio de los montes, en las sabanas de las altas lomas o en los llanos deshabitados (peladeros de las brujas). Para ello hay que ir en silencio, con la brisa de frente y ni por nada del mundo, ir a mencionar una oración. Así se podrán ver sus danzas profanas, sus hechicerías, sus ritos infernales, sus macabros festines de cadáveres y oír sus risas, sus maldiciones y blasfemias.

Cuando se nota que está siendo atacado por una bruja, de noche, u oye su fatídico vuelo, o escucha sus risas en la oscuridad y se quiere conocer en persona para descubrirla, no hay más que convidar la en la siguiente forma:
-Mañana vienes por sal, so condenada. Al otro día, sin falta, viene en persona a la casa a prestar sal, y así será reconocida.

Su ataque consiste en perder o embrollar, más que todo a los borrachos, a los enamorados y a los que andan en malos pasos. De noche, cuando todos duermen, les chupan la sangre a las personas en cualquier parte del cuerpo, con preferencia en los muslos o en el cuello. Se roba los bebés y perturba y trasnocha a los que se da en perseguir.

Las brujas se ahuyentan con escapularios o medallas o llevando ajos o cabalongas en el bolsillo; las viviendas se rezan y se rocían con agua bendita, yerbabuena, albahaca y otras yerbas aromáticas. A los niños se les pone una pulserita de hilo con un azabache.

Los duendes también tienen sus costumbres y leyendas propias. Son perversos, impertinentes y traviesos estos pequeños diablos que todo lo embrollan, todo lo esconden y en todas partes están metidos. Una casa invadida de duendes es una casa “patasarriba”, endemoniada y sin sosiego. Su especialidad es perseguir a las muchachas casaderas, a quienes perturban de una manera tal, que muchas veces las idiotizan y las hacen hasta enloquecer. Las persiguen de día y de noche, sin tregua, hasta que la muchacha se desespera y enferma. Cuando charlan con el novio, por ejemplo, la tocan, la llaman, le hacen ruidos extraños, le esconden los utensilios de cocina o de costura, hasta que fastidiado éste por lo que cree un “filimisco” de su novia, se va enojado, y muchas veces rompe con ella. Una muchacha perseguida por los duendes casi nunca se puede casar porque ellos lo echan todo a perder. De noche las llaman, las tocan, les ocasionan pesadillas y malos sueños, y muchas veces los padres las han detenido en el patio, arrastradas misteriosamente por los duendes.

Los campesinos tenían un medio muy eficaz para curar una casa infestada de duendes. Con tal fin, y exclusivamente para ello, se construían unos tiplecitos especiales, más o menos como un requinto, de ocho cuerdas, sin agrupación de orden como el tiple. A ese tiplecito había que darle un temple, también, especial, y era éste el único problema para la operación, porque no todos sabían dárselo, sino que, muchas veces, en una región muy extensa sólo había uno que podía hacerlo bien. Esta persona solía ser siempre un anciano muy antiguo que por lo regular se sabía todas las artes y triquiñuelas del pasado.

Una vez templado el tiplecito en esa forma, se ejecutaba el llamado antiguamente “son de las vacas”, y los duendes huían como por encanto.

Era tan efectivo este procedimiento, que con sólo templar el tiple, con su temple auténtico y dejarlo por ahí en un rincón de la casa donde hubiera tales diablillos, éstos, después de volver pedazos el instrumento, de destrozarlo totalmente, se iban y no volvían jamás. Otras veces se templaba el tiple y se tocaba una cuerda poco a poco, sin ser el “son de las vacas”, y los duendes desaparecían.

 

Código: CLTC 444N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

El Mohán

Es el más legendario, conocido y respetado en el Tolima. Se puede decir que es el personaje más importante de la mitología tolimense. Se le llama, también, el Poira, pero en aquella su especial caracterización de gran perseguidor de muchachas casaderas que apenas han traspasado los umbrales de la pubertad. El Poira es el Mohán travieso, enamorado, libertino y raptor. Les roba la tranquilidad a las jóvenes, las idiotiza, las emboba y las atrae hacia él con artificios. Sus hazañas son muy conocidas, tanto en su caracterización del Poira, como en su auténtica personalidad del Mohán, y, hasta hace poco tiempo, no se podía poner en duda su existencia ante las verídicas afirmaciones de los campesinos. Son muchas las leyendas y versiones que existen sobre este personaje mítico, oriundo del Tolima, riqueza de nuestro folclor y figura simbólica de un pasado, maravilloso y fantástico. Son muchas las muchachas que ha raptado, formando así un sin fin de leyendas a cual más fabulosas, irreales y novelescas; muchos hombres ha perseguido, incesantemente, hasta sepultarlos en las negras aguas de sus insondables dominios; muchas embarcaciones ha hecho zozobrar y muchos los parajes que ha desolado, embrujado de superstición y misterio entre sus humildes moradores. Respecto de su figura, varía con frecuencia de un lugar a otro: en Ambalema, por ejemplo, es un hombre pequeño, musculoso, de pelo “candelo”, barba hirsuta, también roja, ágil, vivaracho y tan social que muchas veces salía a mercar en compañía de los demás, dizque porque en esa forma se daba cuenta de todo y podía actuar con más efectividad. Se le conocía porque en sus compras nunca incluía la sal, artículo éste tan indispensable para el sostenimiento diario. Decían que habitaba en la profunda y peligrosa moya de “Boluga”, en el embarcadero y en la conocida moya de “El triste”, lugares éstos en donde se han perdido muchos bogas, pescadores y charopaneros. En la “Vega de los Padres”, Piedras, y “Cortaderos”, que es un espíritu invisible, que no toma ninguna forma, que se escuchan sus risas, cantos y “pesquerías” y se conocen sus ataques pero nunca se le ve; otros afirman que puede transformarse a su antojo, y así toma la forma de cualquier conocido pescador de la región y se mezcla en las faenas y veladas pesqueras sin ser reconocido. Esto daba origen a muchas confusiones, en las que una persona resultaba estar en dos partes o no estar en donde se aseguraba lo contrario; con esto los campesinos caen en la cuenta de que, “el mechudo estuvo con nosotros anoche, compadre”.

En Coyaima, en las moyas de Colache, en el Saldaña, en las profundidades de las lagunas de Yaberco, Totarco y en los moyones de las “Animas” y Golondrinas, el Mohán era negro, tanto su piel como su espesa y larga pelambrera; era un oso negro como un tizón; de temperamento huraño, huidizo y desconfiado; poco mujeriego, pero más feroz. Tenía muchos encantamientos y guacas alrededor de los charcos que habitaba, tesoros que él en persona custodiaba, haciéndolos inconquistables. Su mirada era maléfica y sus persecuciones muy funestas.

En Chenche, en cambio, es un hombre de mediana edad, alto, de nariz aguileña, ojos negrísimos, larga y espesa barba y largos y abundantes cabellos con los cuales cubría su desnudez; sus manos eran finas, de largos dedos y afiladas uñas; boca grande, bien formada y dentadura toda de oro. Tenía muchas alhajas en los dedos, de puro oro, y con piedras preciosas que brillaban en la inmensidad de las aguas. Habitaba un magnifico palacio construído de oro puro, en las moyas profundas, en los remolinos tenebrosos. Había la creencia de que en los acuáticos lugares en donde el Mohán tenía su morada no se encontraba asiento; las profundidades del Mohán no tenían fin. Este palacio dorado tenía grandes salones iluminados con hachones en los que se oía un continuo murmullo, una monótona música hipnótica.

En el norte del Tolima también fue muy conocido el Mohán, así como sus leyendas y guaridas. En Honda decian que habitaba en las moyas de Caracolí y en las profundas cavernas de los peñonales del Salto; en Méndez, en Conchal, en Paquiló; en las moyas del Bledo y el río Guamo; en los charcos del “Tambor”, “Aguas Claras”, “Charco Azul” y “Charco Hondo”, en Lérida, en las angosturas del río Recio, en las charcas de Guarinó y en muchas otras.

El Mohán salía de su mansión áurea a hacer de las suyas por los alrededores. Se le ve, por ejemplo, pescar por la playa, río arriba, en medio de la oscuridad y cuando amenaza lluvia y se oye a intervalos regulares el chapoteo de la atarraya cada vez que hace un lance; se le ve bajar en una vastagosa por la madre del río a deshoras de la noche y en las grandes crecientes fumando tabaco, tocando tiple o remando tranquilamente; también lo han visto bajar por la playa, con una sartalada de bocachicos anudada a la cintura y con la “mayuda” sobre la espalda; lo han encontrado sobre una roca peinándose los largos cabellos, anzuelando solitario en los tranquilos remansos debajo de las frondas de la orilla, robándose los anzuelos y destruyendo las estacadas; hoguereando un “viudo enterrado”, haciendo café en la playa o cantando muy quedo a la orilla de los grandes ríos; otras veces se le ha oído retozar alegremente con muchachas, cuyas risas y alardes llegan de la profundidad de las aguas; se escuchan, también, sus risas ante las imprecaciones de algún pescador que lucha por desenredar la red que él mismo le ha enredado.

Hay quienes aseguran que la vivienda del Mohán no era un suntuoso palacio sino una enorme cueva oscura y tétrica, en donde vive solo y huraño, luégo que dan a entender, también, que hay muchos Mohanes: en cada río, en cada pozo, en cada profundidad o sitio tenebroso de las aguas:

-Yo creo, compá Nonato, que el Muán que nos enrieda las chilas y nos hace manonegra en la playe el Dindal, vive es ai en la moye “Botijas”.

Persigue a los hombres que pescan en jueves santo o a los que en el viernes echan más de los lances autorizados; a los que por pescar en día de fiesta no oyen la Santa. Misa; a los que maldicen y son inconformes con la pesca. A .éstos les enreda o ahoga las redes, les roba el pescado o les ahuyenta los peces; les roba los anzuelos, las carnadas o los enseres de pesca; los desorienta en el río, recoge los anzuelos y destruye las estacadas; hace crecer el río misteriosamente y cuando está muy colérico hace ahogar a los pescadores.
Muchas veces un pescador solitario, tarde de la noche, que pacientemente espera en cuclillas, haciéndole “hora” al lance, cuando oye de pronto el consabido silbido de aviso hacia un lado de él y en seguida oye el chapoteo de la atarraya del “Mechudo”, como lo llaman familiarmente, sobre las aguas, escucha cómo los bocachicos aletean al ser sacados del agua y depositados en la playa. El hombre no lanza su red, y huye aterrado y rezando el Credo. Otras ven, a la tenue luz de las estrellas, cómo un pescador fornido llega a la orilla y lanza su red con bastante maestría y la saca llena hasta el copo de peces, los echa todos en una murrala y se va tan silencioso como llegó; viendo los demás lo maravilloso del lance se aprestan a echar sus redes allí y cuál no, será su desconcierto al jalar la cabuya y sentir la “manta” enredada en una terrible palizada.

A las mujeres se las rapta, después que las haya hechizado convenientemente, y se las lleva para su vivienda. Persigue a las muchachas jóvenes, bellas y con mayores dones de castidad y de las más codiciadas de la región. Desde que se inicia su persecución o su influencia, la mente de la joven permanece embotada, perpleja, vive de mal genio, alucinada y con repentinos sustos; busca las márgenes del río para vagar. No hay que dejarla sola porque de un momento a otro desaparece y no se vuelve a saber de ella. El Mohán las persigue aún fuera de sus dominios: en la casa por las noches, en los caminos, en la mana, en el lavadero, de día y de noche. Cuando logra raptarlas se las lleva a su mansión, las enseña a fumar tabaco, las atrae y las hipnotiza y las alimenta únicamente con pescado. Muchas veces, después de continua lucha con rezos, bendiciones, riegos de agua bendita, oraciones conjuradas, zahumerios de tabaco y otras yerbas aromáticas, se logra que el Mohán las deje en libertad, apareciendo la muchacha de pronto en la playa, ya inconsciente o despierta, pero cerril y endemoniada; no permite que nadie se acerque, huye frenética, le teme a los santos y a los crucifijos y desprecia y rompe las vestiduras que se le proporcionan. Para calmarla y restaurarla a la vida normal hay que bautizarla de nuevo, rociarla con sal y agua bendita, darle fricciones por todo el cuerpo con “chicote”, rezarla y cubrirla con una de las capas del sacerdote. Tiene que ofrecer ella misma una promesa a los santos y vivir acompañada de un escapulario; confesarse y ojalá, alejarse de los ríos, de las lagunas o de cualquier fuente• con alguna capacidad de agua.

Los campesinos aseguran que también existe Mohana, que no molesta a los hombres sino que los persigue para llevárselos a su guarida, así como el Mohán hace con las mujeres. Pero la Mohana es considerada como un personaje ajeno a la vida privada del Mohán; es decir, no como la compañera de éste, sino que hace una vida aparte.

Para alejar las influencias y molestias del Mohán, por parte de los pescadores, hay que bautizar la atarraya; este bautizo consiste en soltar el primer pez que se pesque en su seno; pescar con paciencia y sin protestar por la mala suerte en las pesquerías; no pescar en días santos, no abusar de la pesca ni renegar en los ríos; ser bondadoso y regalar parte del pescado entre los vecinos, fumar mucho tabaco mientras se pesca y llevar siempre un escapulario al cuello; dejarle por ahí de cuando en cuando un atadito de tabacos y una botellita de trago en una parte donde él los encuentre, y, en fin, ser honrado y buen pescador.

 

Código: CLTC 434N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

La Madre de Agua

Es éste otro mito o personaje legendario de las aguas, muy conocido y difundido entre las creencias campesinas, las cuales tenían por norma que todo aquello en que la naturaleza ponía más vida, aquello que por su majestuosidad, belleza o forma encerraba misterio; grandeza, insondables dones de la creación, subterfugio de un más allá que es imposible adivinar, inmensidades de una cosa que corre, brama o se yergue, como formando una fuerza misteriosa que se interpone ante la fuerza y el destino de los hombres; esas fuerzas, esos imperios de grandeza deben tener un dios, un personaje guardián con poderes sobrenaturales para defender sus dominios. Y como en nuestros llanos tolimenses, fuera de sus grandes llanos tachonados de bosques umbrosos, lo que más acrecienta su belleza y le da una pincelada de majestuosidad y encanto son sus grandes y diseminadas lagunas, sus caprichosos y cristalinos manantiales y, sobre todo, la gran cantidad de sus ríos de aguas profundas y mansas, en cuyo murmullo plañidero se percibe una especie de encantamiento que embruja el aire, una especie de alucinación, algo que es como el influjo misterioso de la inmensidad, creando en las mentes de nuestros abuelos esa creencia en seres sobrenaturales que invaden y dominan las grandes proporciones de la naturaleza. Sienten en su magín ese gran poder creativo de la “madre naturaleza” que nos rodea, que nos da vida y calor y que aunque nosotros no le damos forma de personaje ni de dios, miramos con respeto su grandeza. Ellos llamaban y aún llaman “Madre de Agua” a ese influjo que ejercen sobre ellos las grandes corrientes, la belleza y profundidad de las lagunas explayadas, el hechizo y bonanza de las fuentes dormidas y le dan forma física y lo rodean de relatos y leyendas que vienen a ser para ellos tan ciertas como el agua que beben y el pan que los alimenta.

Y es así que como él agua es purísima en aquellos llanos; de un color opalino suave y las fuentes se forman de riachuelos de aguas argentinas que vienen como hebras de plata a formar un pozo de cristal que fulgura con los rayos del sol, la Madre de Agua es una niña muy linda de cabellos áureos y fulgurantes; casi blancos; sus ojos son grises, claros como dos gotas de agua del más puro manantial, parece un ángel de lo puro bella. Pero en el fuego de sus ojos hay hipnotismo, una fuerza de atracción que es imposible resistir; el único defecto en su angelical figura es que tiene la característica de tener los piesecitos volteados hacia atrás, por lo cual deja los rastros en dirección contraria a la que ella sigue. Persigue únicamente a los niños, sobre los cuales ejerce una influencia perniciosa. Se puede decir que hay niños que nacen con esa “lisión”, predispuestos a la persecución de la Madre de Agua y desde bebés son atraídos y molestados por ella. El niño perseguido por la Madre de Agua habla siempre de una niña linda que lo llama, sueña con ella, se despierta asustado y vive predispuesto siempre a ausentarse solo, atraído por algo extraño. Cuando se lleva a la orilla de las aguas se ve intranquilo, cree ver flores muy bellas flotando en la superficie ; se abalanza sobre lo que cree ver dentro del agua e insiste en que tiene que irse, pues una niña lo llama con sus blancas manecitas; le da fiebre y diarrea y la conmoción lo enferma perniciosamente, y muchas veces muere, fuera de otras, que por un ligero descuido, se pierde o se ahoga, raptado por la Madre de Agua.

Para librar al niño de esa influencia maléfica hay que rezarlo, llevárselo al cura para que lo bendiga, colgarle escapularios, medallas, azabaches o abalorios indígenas del cuello; frotarlo con ajo, “chicote” o yerbas aromáticas como la ruda y la albahaca. Ofrecerlo en presentación a las Animas Benditas y procurar no llevarlo a la orilla de las aguas, por lo menos mientras crece y ya no es perseguido por el espíritu maligno.

 

Código: CLTC 435N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

La Madremonte

Así como la Madre de Agua es la divinidad o mito de las aguas, la Madremonte lo es de los montes, de los montes del llano. Pero si aquélla es una niña linda, ésta es una gran señora encopetada, robusta, alta, con sombrero vistoso, adornado con plumas y vestida toda de verde. Sus iras y persecuciones son terribles. Ataca siempre con grandes tempestades, vientos e inundaciones que destruyen las cosechas, ahuyentan los ganados, ahogan los terneros y causan toda clase de calamidades. Pierde o enreda a los que merodean en sus dominios embriagados o en malos pasos; persigue con saña a los que son dados a discutir maliciosamente por linderos y que destruyen las cercas y destrozan las alambradas de sus vecinos o colindantes; es una asidua defensora de los límites correctos de las propiedades. Castiga, también, a los que roban, a quienes andan en aventuras amorosas pervertidas y a los que osadamente invaden el corazón de sus enmarañadas arboledas; a aquellos cazadores vagabundos que lo hacen por distracción o perversión y a los niños vagos y desobedientes. Su influencia se manifiesta por una especie de mareo, de alucinación, mediante la cual la víctima ve todos los lados del monte idénticos, dificultándosele por lo tanto la salida. Cualquier bosquecito se presenta como una inmensa y enmarañada montaña, sin senda ni salida, por donde el perdido empieza a trasegar arañándose, rompiéndose la ropa y sufriendo toda clase de percances. Cuando, pasado el conjuro, ve que sólo ha sido en un pequeño bosque en el que se ha perdido y destrozado, no deja de exclamar:

-Eso jue esa vieja yerbatera e la Madremonte la que mhizo esta jugada.

La imagen o figura de la Madremonte muy pocos la han visto, y aquellos que la han llegado a ver, es sólo por un instante y mientras no estén bajo su influencia. Por lo regular, la víctima que esté bajo los efectos de los ataques de la Madremonte, no la ve, sólo siente ese extraño sopor y divagación que lo hace fracasar; se puede decir que este mito de los montes huye de las miradas humanas.

Para Iibrarse uno de las acometidas de la Madremonte es conveniente ir fumando tabaco o con un bejuco de adorote o carare amarrado a la cintura. Es también conveniente llevar pepas de cabalonga en el bolsillo o una vara recién cortada de cordoncillo, de chicalá o guayacán, a guisa de bordón; sirve asimismo, para el caso portar escapularios y medallas benditas o ir rezando la oración a San Isidro Labrador, abogado de los montes y de los aserrios.

 

Código: CLTC 436N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

La Candileja

El fantasma o la personificación de este mito está ligado a una antigua leyenda campesina, según la cual una anciana mujer, por mandato divino, fue condenada a vagar por los llanos, los montes solariegos, los anchos ríos, por las quebradas y por los caminos reales, entre •oscurito y claro, cuando amenaza lluvia y ya empieza a “tintinear” ; o en la madrugada grande, cuando todo está en silencio y el gallo no ha empezado a cantar, provista de una llama o hachón encendido que ilumina su paso en medio de un infernal chisporroteo. La leyenda relata que era aquella una señora demasiado indulgente con sus dos nietos, a quienes perdonaba toda clase de travesuras sin hacerles la más mínima reprensión. Su alcahuetería llegó al extremo de que un día se les antojó ensillarla y montarla como si fuera una bestia; y ella, cerno si tal, los dejó obrar y los muchachos la cabalgaron todo el tiempo que quisieron sin recibir ninguna protesta por parte de la anciana. Muerta la señora, fue llamada a rendir cuentas, y se le reprochó la falta .de severidad para con sus nietos, por lo cual no fue admitida en el reino del cielo mientras no purgara su pena, consistente en la antes referida. De ahí que los campesinos la llaman vieja farolana, alcahueta, y así por el estilo.

A los viajeros de a caballo se les aparece a la orilla del camino, los sigue y se les monta en la grupa para atormentarlos, arañarlos y privarlos del sentido. Persigue a los borrachos, a los malos padres, a los enamorados banales, a los que andan en malos pasos, a los que acostumbran viajar a altas horas de la noche, a los perjuros y a los masones.

Si se quiere atraer y conocer más de cerca a la Candileja, se reza; más si se quiere ahuyentar hay que insultarla tratándola de vieja farolona, alcahueta, el demonio te ha de tener en la “paila mocha”, el “Mandingas” te ha de tener en los “profundos”, y otras tantas injurias, amenazas y maldiciones. Se manifiesta en forma de un chisporroteo de luces rojizas y se ve que baja por la madre del río, en las grandes crecientes, se le ve a lo lejos sobre la cresta de los cerros elevados; se aparece la luz de la Candileja en las casas abandonadas o solitarias, en las ruinas; en los caminos reales, en los sitios en donde se cree que haya tesoros enterrados, en los llanos y en las playas solitarias. A veces se distinguen tres hachones: el de la anciana y los dos de sus nietos, y a la vislumbre se ven los tres bultarajos que avanzan en fila. Algunos han confundido su lumbre con la llama de alguna guaca, pero los grandes conocedores campesinos la distinguen inmediatamente, pues la luz de una guaca que arde es blanca o azulita, según sea de oro o plata, y es mansa y de un bello matiz; mientras que la de la Candileja es rojiza, que echa chispas como si fuera un tizón azotado por la brisa; es, además, inquieta y se mueve como un fantasma, se aparece de repente y desaparece en la misma forma.

 

Código: CLTC 437N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

La Patasola

El ser más terrible, sanguinario y endemoniado que perturbó jamás las mentes campesinas fue la Patasola; imperaba este mito en las montañas vírgenes, donde no se oía el canto del gallo ni el ladrido del perro, ni mucho menos donde existiera ganado vacuno; donde vivían todavía el tigre y la danta y otros animales semejantes, pues este personaje es casi considerado como una fiera o monstruo que tiene el poder de metamorfosearse a su antojo. Así algunos dicen haberla visto como una mujer hermosísima que da grandes saltos para poder avanzar con la única pata que tiene; otros la describen como una perra grande y negra, collareja, y de inmensas orejas; y otros como una vaca negra grande y tope.

La leyenda reza que la Patasola fue una mujer muy bella, codiciada por todos, pero perversa y cruel que se dio al vagabundaje y la disipación. Andaba y andaba haciendo males con su hermosura pervertida. Para acabar con su dañino libertinaje, y en horrendo castigo, le amputaron una pierna con un hacha, y el miembro fue luego quemado en una hoguera hecha con tusas de maíz. La mujer murió a consecuencia de la horrible mutilación, y desde entonces vaga por entre el corazón de las montañas gritando lastimeramente en busca de consuelo y engañando siempre con sus lamentos al que la escucha, quien cree, al oír las voces angustiosas, que es una persona perdida en la espesura e ingenuamente contesta sus gritos, con los cuales la atrae y ésta termina por devorarlo ferozmente.

Huye y se enfurece ante todo lo que se relacione con el hombre cristiano; le fastidian los grandes aserríos en las montañas, los tambos, las trochas, las cacerías, las labranzas y las siembras, en especial de maíz, cerca de sus dominios; las excursiones con bueyes, caballos u otros animales amigos del hombre y todo aquello que trate de invadir sus lóbregos y abruptos territorios. Persigue a los hombres que maldicen en las montañas, a los cazadores que tienen la osadía de adentrarse en la espesura; a los aserradores, que por lo general, pasan la noche en la montaña en toscos ranchos construidos junto al aserradero; a los mineros, a los que abren trochas y buscan maderas, y en fin, a todos los que por un motivo u otro violan las misteriosas soledades de la montaña.

Para protegerse uno de los ataques de la Patasola hay una oración especial, la cual todo campesino que tenga que atravesar la montaña o qué ejecutar alguna faena en ella, debe aprenderse al dedillo, y esa oración es la siguiente:

Yo, como si,
pero como ya se ve,
suponiendo que así fue,
lo mismo que antes así,
si alguna persona a mí
echare el mismo compás,
eso fue, de aquello pende,
supongo que ya me entiende,
no tengo que decir más.
Patasola, no hagas mal
que en el monte está tu bien.

Pero da la circunstancia de que al presentarse de improviso la fatídica aparición, sea por miedo o por alguna especie de hechizo, se olvida por completo y la víctima se queda perpleja sin articular palabra. En ese caso es aconsejable hacer un gran esfuerzo y con voz al grito pedir:

-¡El hacha!…, ¡las tres tusas… y la candela!

Recordándole así, los tres objetos que sirvieron para la amputación y desaparición de su pierna.

Sus características de ataque son las siguientes: en lo más lejano y espeso de la montaña se oye un grito lastimero; si el que lo oye le contesta se oye uno más cercano e igual de triste; una segunda contestación y el grito se oye ya muy cerca; a la tercera contestación la fiera se le aparece en cualquiera de sus formas, se lanza sobre la víctima, le chupa la sangre o lo devora. Cuando ésta logra ponerse a salvo de su ataque, ya porque va favorecido por algún talismán, o sea, porque va rodeado de animales domésticos, se enfurece diabólicamente, origina de improviso terribles ventarrones, hace bramar la montaña y temblar la tierra, desencadena tormentas de rayos y agua y destruye por completo los alrededores.

La Patasola asimismo acaba con los sembrados aledaños a la montaña, puestos de aserríos, tambos y animales de corral que se críen en sus alrededores. Muchos se salvaron milagrosamente en el último instante, metiéndose entre el ganado, bueyes o perros, con lo que la Patasola en medio de una confusión endemoniada de los elementos, grita desilusionada:

-Anda y agradecé que te encuentras en medio de esos animales benditos.

La tormenta pasaba y la aterrada víctima se libraba milagrosamente de la muerte.

 

Código: CLTC 438N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962