hora ha años, cuando aquí aún no se conocía el automóvil y el caballo y la mula constituían los únicos vehículos para el transporte, había fábricas de caballos y mulas como hoy las hay de automóviles. Aquellas eran unos extensos llanos sobre los cuales pastaban miles de yeguas a las que periódicamente se les soltaban los garañones y los cojudos para que fecundaran las que estuvieran en celo. Ocho o diez días de disfrute amoroso por parte de los elegidos, y luego estos regresaban a las pesebreras a recuperar las fuerzas ingiriendo abundantes porciones de caña, panela, maíz y “cuz cuz” de yuca, en veces todo salpicado de pequeñas dosis de atíncar, que los criadores de caballos tenían como afrodisíaco. Más tarde, ante las criaturas fruto de aquellas uniones sin control, la paternidad irresponsable se determinaba por ciertos parecidos. Este sacó la misma oreja del Califa; aquel el brío del Careto; esta, la necedad del Moro; etc. Más o menos así se procedía, para la reproducción, en casi todos los grandes yegüerizos del Occidente, que era en donde estaban los mayores de Colombia.
Mi padre poseía un yegüerizo. Dos, tres, cuatro mil, qué sé yo cuántas yeguas que pastaban en las sabanas del Indunque, allá en el Valle, todas “tusas” porque las colas y crines se les cortaban para hacer colchones, y la mayoría tungas por la acción de las garrapatas en las orejas, y algunas mancoretas, potranconas, ancianas, cerreras, que de todo había allí. Pero todas, absolutamente todas, de raza selecta, de paso castellano, de noble ascendencia.
El gran orgullo de mi padre, como criador de caballos, estaba en el adquirir para su yeguada los mejores reproductores. Cuando tenía conocimiento de que a tal o cual plaza había salido un ejemplar que llamaba la atención y de conocida procedencia, para allá se iba a tratar de comprarlo para cogerle crías en su finca, de la cual cada uno o dos años se sacaban las destetas machos para vendérselas a los paisas, quienes las llevaban a las montañas de Antioquia, la gran consumidora del producto. Se dijo que la sola falda de La Quiebra, antes de la construcción del túnel, consumía todas las bestias que producía el Valle del Cauca.
Un día llegó a Pereira la noticia de que en Copacabana, allá, más allá de Medellín, a muchas jornadas de mi pueblo, se estaba montando a Caruso, “el mejor caballo de la pelota”, algo nunca visto, el que si existiera hoy, Don Danilo no serviría ni para cargarle la caña. Toda una antioqueñada hecha realidad.
Mi padre que sabe la cosa, y para Antioquia se va llevando los alforjones repletos de libras esterlinas para tratar de hacerse al caballo de todas maneras. Y siempre realizador de sus deseos a ese respecto casi al mes regresó trayendo de cabestro al noble animal.
Y qué lindo que era Caruso; Moro azul, fornido, fuerte, de crines estupendas que elevaba el viento cuando trochaba, con unos testículos sudorosos y negros como los de los caballos de las estatuas, y con unos bríos que, al decir de mi padre, montándolo había que escupir en la mano y limpiar en el zamarro para no asustarlo.
El pueblo entero acudió a conocerlo a la pesebrera que había debajo de mi casa, contra la cañada de Egoyá. Y el caballo se dejaba conocer y curiosear mientras, todo serio, casi solemne, escogía con displicencia los mejores pedazos de caña en la canoa, cambiando de posición de cuando en vez para dejar descansar uno de sus nobles remos, y a veces dando taconazos como escarbando con una mano seguro para espantar las moscas. ¡Qué belleza de bruto! ¡Qué fortaleza de animal! ¡Qué carnes compactas y duras! ¡Qué piel lustrosa, brillante! ¡Qué bríos! ¡Qué nobleza! Y qué orgullo el de mi padre de sentirse dueño de ese reproductor, y el de nosotros, los hijos de mi padre, el de ser tales. Mis amigos, mis compañeritos de escuela, se disputaban el ayudarme a limpiar la pesebrera, a cambiar la caña para que no se vinagrara, a botar el cagajón, a sobar el caballo. Así podrán contar luego en los recreos que habían estado cerca a Caruso y con ello llevarse la envidia de los demás escolares.
Papá poseía, pues, el mejor caballo de los contornos. Pero no la mejor yegua. Esta estaba en Manizales y pertenecía a don Rafael Jenaro Mejía, señor de La Francia. Era La Amarilla. Así llamaba, simplemente, quizás por su color. La Amarilla de don Rafael. Algo como la Chunga de hoy. Y así era conocida en todas partes. Naturalmente, separados estos dos ejemplares por solo una jornada de camino, bien valía la pena pensarse en buscar el nacimiento de un hijo de ellos. Porque. . . ¿qué saldría del caballo Caruso de Ramón Jaramillo y la yegua Amarilla de Rafael Jenaro Mejía? Bueno, el sólo pensarlo era maravilloso. De dos ejemplares de tal naturaleza, de tal selección, tendría que salir algo “nunca visto”.
Y la imaginación de las gentes, de los caballistas, de los interesados en caballos que lo eran todos los habitantes, pues el caballo constituía el único elemento de transporte y era lujo, y era riqueza, y era necesidad el poseerlo, empezó a tejer conjeturas, ilusiones, castillos en el aire, sobre lo que saldría de esa unión maravillosa.
Jamás casas reales, cortes, gobiernos monárquicos, habían, ni siquiera soñado, para sus familias en una unión tan ventajosa, tan halagadora, tan perfecta, tan brillante, tan promesera. ¿Qué saldría, en realidad de una unión de Caruso con La Amarilla?
Toda idea fija dizque tiende a convertirse en acción. Fue tanto lo que sobre el particular se pensó, se habló, se discutió y se opinó, que se terminó por concertar el acoplamiento. El Destino se encargaba de mezclar, para bien de la humanidad colombiana, la sangre de un noble bruto de las apacibles praderas de El Sitio, en Antioquia, con la rancia y alcurniosa sangre de una potrancona virgen de las acogedoras lomas caldenses. Carta va a Manizales, carta viene a Pereira, al fin se llegó a un acuerdo: El “salto” se realizaría en Molinos, pequeña finca de mi familia en Dos Quebradas, y los testigos serían caballeros de toda excepción: Don Enrique Drews, gerente del único banco de entonces por aquí, por parte de los pereiranos y Don José Sanín, ciudadano sin mancha, por los manizaleños.
Y la gente, conocida la noticia sobre el próximo cercano acoplamiento de las dos bestias, soñó con más ardor, con más entusiasmo, ahora sí con bases firmes, en lo que iba a nacer, lo que vendría, algo así como el Caballo Siete Colores de los cuentos de hadas y Patojos.
Pero el hombre propone… y el Destino a veces se viene en contravía.
Gonzalo Uribe Hoyos y yo éramos inseparables. Dos pequeños gamines de siete u ocho años, desgualetados, tal vez un poco más Gonzalo que yo, niguateros, él flacuchento, yo gordito, a pie limpio, con calzoncitos cortos todos remendados, y sombreritos de caña para entre semana y colorados con borlitas para los domingos. Juntos íbamos por las mañanas a la manga de San Jerónimo por las vacas, y juntos salíamos luego para la escuela pública. Cursábamos el mismo año, y a “encerrar” los terneros por las tardes siempre íbamos los dos.
La noche nos sorprendía a las puertas del Hotel Colón para ganar centavos llevándole las bestias a La Brigada a los viajeros, y los sembrados de la huerta eran en compañía. A las pesquerías los domingos siempre íbamos de la mano, y los cacharros que sacábamos los sába dos a la plaza de mercado, con un principal de tres pesos, nos pertenecían por iguales partes. Gonzalo más comerciante, más inteligente, de mejor visión para todo; yo, más idealista, más soñador. Pero siempre inseparables en nuestros estudios, nuestros trabajos, nuestras alegrías y nuestros pesares.
Aquella tarde, cuando a las tres llegamos a casa de regreso de la escuela a tomar el “algo” y sacar los lazos para irnos a encerrar, hallamos que mi padre nos esperaba en el portón teniendo, cogida con una jáquima nueva, una hermosísima yegua amarilla, de inquietas y puntiagudas orejas, largas crines, ancas hermosas, pequeña y descarnada cabeza y ojos de una extraordinaria vivacidad. Un ejemplar de pintura. Era la Amarilla de don Rafael que acababa de ser traída de Manizales, y que levantaba un poco la cola pues se hallaba “alzada”.
Mijos, nos dijo mi padre: Tómense ligerito el algo y lleven esta yegua a Molinos y díganle al agregado que no la deje juntar con ningún animal. Que la tenga bien separada de las otras bestias.
Así lo hicimos. Con el bigote de chocolate en los labios y las arepas planchas en las manos, salimos por la calle Cutucumay, vía Dos Quebradas, cabestreando la lindísima Amarilla.
Mi amigo y yo estábamos saliendo, creo, de la época de la vida durante la cual se cree que los niños los trae la Virgen. Pero no sabíamos nada, absolutamente nada, de sexo. Habíamos visto, al escondido porque la cosa nos estaba vedada, a los caballos cojudos y los burros yegüeros saltar las yeguas, pero no teníamos la noción precisa de que ese salto produjera potricos y muletos. Pero nos agradaba ver el acto, ciertamente, quizás por lo prohibido.
Y por más que la cosa era frecuente —mi padre era criador de caballos— siempre se nos ocultaba el ponérsele una yegua al semental. Y siempre estábamos contentos de presenciarlo al escondido, por allá desde detrás de un cerco cubierto de batatillas, o de una mata de guineo.
Y hasta conocíamos el nombre vulgar de la acción en los “cristianos”.
Con La Amarilla del cabestro subíamos la falda de La Popa, camino de Molinos, en Dos Quebradas, cuando, ya casi en el alto, sentimos que rebuznaba, detrás de la cerca, el burro de don Benito López. Fue algo maravilloso por lo simultáneo del pensamiento, por lo casual o lo telepático: Porque entonces, ante la vista del asno que rebuznaba ambicioso olfateando La Amarilla, Gonzalo y yo nos miramos pensando lo mismo. Pero fue él —y que quede constancia para cualquier investigación— quien propuso:
—Pongámosle esta yegua a ese burro.
Abrimos la puerta de trancas que daba acceso al corral, pasamos la yegua, y el carranchiloso, culuechuzo, cargaleña y anciano burro de don Benito, el pobre que dizque no era ya sino “solo lágrimas”, el despreciable jumento que se alimentaba con papeles sucios y cáscaras arrojadas al camino, el rozno, el asqueroso animalucho, por dos ocasiones le ofreció, como decía el Marqués de Bradomín, dos copiosos sacrificios al dios del amor sobre el reluciente cuerpo de la impoluta y maravillosa Amarilla de don Rafael, señor de La Francia, la que los hados tenían destinada únicamente para la privilegiada golosidad de Caruso.
Luego continuamos el camino, entregamos el animal, dimos la razón, y el silencio sobre lo sucedido se hizo en nuestras almas de pecadores, porque, no sé por qué razón, por instinto, quizás, ambos comprendimos que habíamos realizado un acto reprochable, inconfesable de funestos gravísimos resultados, del cual nunca deberíamos hablar.
Al día siguiente papá, con los dos testigos de excepción, don Enrique y don José, estuvieron cumplidísimos con Caruso en Molinos. Hicieron sacar la yegua hasta detrás de la pesebrera, y allí, en acto solemnísimo del cual se levantaría acta, como cumpliendo un rito, el eterno rito de la multiplicación animal, sin las alharacas del burro de don Benito, sin la curiosa e inocente emoción de dos chiquillos, todo fríamente, calculadamente, sin vida, Caruso cubrió, casi sin caricias, sin ni siquiera coger con los dientes la nuca de La Amarilla, como lo había hecho el asno amoroso y alegre de la aventura, a La Amarilla. Luego el hermoso bruto bajó la cabeza —como el hombre quien, según Fernando González después del coito es un animal triste— no miró más a la yegua y se hizo para un lado tratando de tomar con sus dientes, como sin hambre, por curiosidad, por hacer algo, quizás avergonzado de la solemnidad del acto, unas briznitas de hierba que salían por entre las latas de guadua de la cerca.
A La Amarilla se le vació una poncherada de agua fría sobre las ancas para fijar mejor la unión, y nuevamente se le condujo a la pesebrera. A los ocho días salió para Manizales un “propio” conduciéndola con los mayores cuidados, no fuera y se malograra la fecundación.
El vientre de la Amarilla empezó a crecer promeseramente, y en Pereira, en Manizales, en Santa Rosa, en todas partes se empezaron a escuchar ofertas: —Daría tantos miles de pesos por lo que va a parir La Amarilla de don Rafael; cambio tal cosa por ese viente; etc.Y la imaginación de las gentes fue creando grandes castillos en el aire alrededor del fruto por venir. Eran los tiempos en los cuales el caballo valía más que todo otro animal, porque él lo era todo: Transporte, fuerza, tracción, creación de riqueza, trabajo, deporte, acción, vida. Y a medida que el vientre de la Amarilla se hinchaba, más se fundamentaba la creencia de que estaba por llegar el Caballo Siete Colores que haría historia en el viejo Caldas. La maravilla de los siglos.
Se cumplieron los nueve meses desde el salo… Y nada. Y la angustia crecía en las gentes esperando el milagro. Y se multiplicaban los optimistas decires. Y crecían las ofertas.
Y llegaron los diez meses… Y nada.
El vientre de La Amarilla continuaba inflándose, inflándose, y las ubres redondas y brillantes parecían iban a reventar pletóricas de vida. Pero… Nada. ¡Qué horror! ¡Que angustia! ¡Qué catástrofe, qué digo departamental, nacional! ¡Qué desconcierto! ¡Qué las cosas del Destino cuando anda en contravía! Casi a los doce meses, cerquita del año. La Amarilla de don Rafael, allá en una plancito de La Francia y ante un público que no deseaba creer lo que veía, parió fácilmente un lanudo y frentón muleto que trabajosamente se levantó del suelo y tambaleándose corrió a poner sus plebeyos belfos en los nobles pezones de la yegua.
No recuerdo bien, pero creo que hubo hasta desafíos entre don Rafael y mi padre, y un distanciamiento definitivo. Papá, naturalmente, se salvaguardiaba, para el litigio, con los dos testigos de excepción, don Enrique y don José. Pero para sí mismo jamás sabría resolver el enigma. No podía estar en su mente, por parte alguna, la travesura de dos chiquillos con el burro de don Benito.
Pasaron cuarenta y cinco años. Mi padre anciano, yo viejo. Una tarde, conversando los dos allá en los corredores de Guacas, me preguntó con un candor que casi me lleva a las lágrimas, y como descargándose de una duda de tantos lustros:
—Hombre, ¿vos que has estudiado tanto, si crees que un caballo pueda dar un hijo muleto?
Código: CLTC 599N
Año de recolección: 1985
Departamento: Risaralda
Municipio: Pereira
Tipo de obra narrativa: Cuento
Informante: Euclides Jaramillo Arango
Edad informante:
Recolector: Euclides Jaramillo Arango
Fuente: Libro
Título de la publicación: Cuento popular andino. Colombia
Año de publicación: 1985