Las aguerridas fuerzas ibéricas habían, ya conquistado los antes temidos y poderosos imperios de los chibchas, muzos y panches. Ahora dirigían sus miradas hacia los belicosos pijaos, que comandados por el valeroso cacique Tolimaca, se habían convertido en el azote de los pueblos vecinos y en especial de aquellos que en una u otra forma ayudaban a los peninsulares.
Cuando los hispanos se preparaban para atacar las tribus pijaos, éstas ya se aprestaban para la lucha, incluso para ir al encuentro de los españoles. Los valientes aborígenes pijaos hacían toda suerte de preparativos para el combate. El aguerrido cacique Tolimaca decide jugar el todo por el todo en la batalla contra el odiado invasor, así que empieza a tomar las medidas para un triunfo total o un suicidio colectivo. El suelo pijao se convierte en una máquina bélica. Todo está listo para el combate, para la batalla final.
Mientras tanto, el poderoso cacique convoca a sus más destacados consejeros que no eran otros que los más venerables ancianos de la tribu. Con ellos estaban, asimismo, los lugartenientes del cacique y el hechicero de la tribu, el mohán Buriló. El cacique Tolimaca les dice:
—Ustedes ya saben que los conquistadores blancos han dominado nuestras tribus vecinas y que ahora se preparan para atacarnos. Pero nosotros ya estamos listos para recibirlos con las armas en la mano. No habrá cuartel para ellos, ni lo pedimos para nosotros. La guerra será total y hasta la muerte. Mueren ellos, o morimos nosotros, no hay alternativa. Si la suerte nos es adversa, todo de nuestra parte está previsto para desaparecer de la faz de la tierra, porque todos debemos sacrificarnos, nadie quedará vivo para soportar la afrenta de la derrota y una esclavitud humillante para un pijao, que ha sido siempre libre como el cóndor. Ya todo esto está decidido y ustedes lo han aprobado.
El cacique hizo una pausa, para después continuar, así:
—Pero como nada habrá de dejarse al enemigo, también he decidido, con los demás guerreros, que si perdemos esta batalla, debemos destruir nuestros cultivos y nuestros bohíos. Nada, absolutamente nada debe quedar al enemigo. Ahora, dentro de este plan, propongo a ustedes una medida que aunque terrible y radical, no queda otro camino, pues, repito, nada debe quedar en pie para ayudar a los blancos, sí estos son victoriosos. Nuestro adversario es codicioso y gusta mucho del metal amarillo, uno de los motivos por los cuales han venido a saquear nuestras tierras. Nada más quisieran ellos que encontrarse con los grandes tesoros que esconden los sepulcros de nuestros antepasados. Y para quitarles esa tentación, he decidido que, antes que ellos, saquemos nosotros todas las riquezas que contienen las tumbas de nuestros mayores, para después de reunidas, esconderlas en un lugar donde jamás las encuentren, por mucho que recorran nuestro territorio por todos los rincones.
En este instante hubo conmoción y los venerables ancianos se miraban estupefactos, sin acertar responder palabra alguna. El cacique aprovecha el silencio para amonestar:
—Nuestros hombres son valientes y leales a su tierra, pero no faltará quien nos traicione si llegamos a perder esta guerra a muerte. Y, entonces, guiados por ese personaje maléfico, el enemigo romperá el silencio de las tumbas y tomará para sí todo el oro y cuanto es caro para nuestros antepasados en la vida eterna. A esto quiero anticiparme yo y por eso pido a ustedes la aprobación del plan que les he propuesto. Yo les respondo con mi palabra y mi vida que lo que saquemos de los sepulcros, será depositado en un lugar secreto, que nadie conocerá fuera de mí, porque yo tengo un plan infalible para conservar ese secreto. Yo les pido, jefes venerables de mi tribu, que aprueben lo propuesto y que procedamos de inmediato a sacar los tesoros de las tumbas y reunirlos para luego esconderlos, tal como lo he manifestado. No queda tiempo para dilatar una decisión, pues se acerca la hora de la gran batalla por nuestra libertad, por nuestra existencia.
Los ancianos de la tribu, quizá por el prestigio del gran cacique, pero con gran temor, aprueban el plan y facultan a Tolimaca para que lo ejecute a su buen entender. Terminó la reunión y el gran cacique procede a realizar el proyecto.
En esta forma, el cacique Tolimaca, en previsión de un revés de fortuna en las armas, manda a sacar los tesoros de las tumbas, sin dejar siquiera una que pudiera contener algo que mañana pudiese servir al conquistador peninsular. Manda a un millar de hábiles nativos para que fuesen desenterrando, uno a uno, los sagrados sepulcros de sus mayores. Y así como comenzaron a salir de las violadas tumbas, hermosísimos cetros, coronas, pectorales, narigueras, torzales, pulseras, zarcillos, cinturones, polainas, máscaras, amuletos y toda suerte de alhajas confeccionadas en oro por los más célebres y delicados orífices de todos los tiempos. Libra tras libra, arroba tras arroba, tonelada tras tonelada de maravillosas joyas de oro fueron acumulándose en un lugar secreto, que el cacique había indicado. El volumen y valor de este tesoro era incalculable, ya que varios bohíos se llenaron con las más raras y hermosas alhajas de la espléndida orfebrería pijao.
El tiempo apremiaba, por lo que el cacique Tolimaca ordena llevar, de noche, todo ese tesoro a otro lugar secreto, previamente escogido por él. Este nuevo escondite se hallaba en una caverna, en las estribaciones occidentales de la cordillera en medio de un espeso bosque. El célebre indígena era prácticamente el único que conocía el lugar, a no ser que el hechicero o mohán Buriló también lo conociera, ya que era un hombre ayudado por el diablo y estos secretos no lo eran tales para él. De todas maneras, el cacique llevó a dos de sus hombres de confianza y les muestra el lugar preseleccionado por él para depositar el cuantioso tesoro. Entre estos va el mohán Buriló, brujo o hechicero de la tribu, quien, desde luego, aparentaba no saber nada de ese lugar.
Más de cien fornidos aborígenes fueron escogidos para transportar y esconder la formidable riqueza. Se inició el traslado del inmenso tesoro y durante treinta noches, los cien indígenas llevaban el precioso cargamento al lugar de destino. Y precisamente tenía que ser transportado a esas horas nocturnas, pues nadie debería saber el sitio donde se depositaría el fabuloso tesoro. Así, cien indios, durante treinta noches, fueron necesarios para conducir y esconder esta incalculable riqueza pijao. Nadie, ni siquiera el mismo cacique Tolimaca, sabría cuánto oro llegó a la caverna y, mucho menos, podría tasar el valor en obras de arte laboradas por los más famosos orífices indígenas, confeccionadas a lo largo de incalculables generaciones. Pero, a no dudar, ese tesoro alcanzaría dimensiones muy grandes, quizá comparable al tesoro de los incas y aztecas, también escondidos para no dejarlos caer en manos de los conquistadores hispanos.
La caverna, larga y espaciosa, casi era insuficiente para contener tan voluminoso y rico tesoro como el que iban llevando los nativos para ser guardados por siglos sin fin, ocultos para los conquistadores de ayer, de hoy y de mañana.
Terminado el trabajo de ocultamiento del gran tesoro pijao, la boca de la caverna fue ingeniosamente tapada y disimulada. Ya todo oculto, los cien indígenas se preparan para retornar, pero debían presenciar, primero, las ceremonias de exorcismo del mohán, brujo o hechicero Buriló, quien quema plantas y resinas, no para ahuyentar el demonio, sino, más bien, para invocarlo, para suplicarle se hiciera custodio y protector eterno de esos tesoros de los antepasados. Así, en medio de complicadas liturgias y ceremonias, el hechicero ha llamado en su auxilio a una legión infernal. El lugar comienza a iluminarse; se sienten fuertes olores a azufre y unos rugidos que ponían pavor en los corazones de los presentes, anunciando el arribo de los hijos del averno. Todos quedaron como petrificados, al tanto que el brujo daba saltos y alaridos, para, luego, caer en éxtasis.
Poco a poco las cosas fueron aplacándose y todo retornó a su estado natural de sombras y silencio absolutos. La noche seguía cubriendo el espeso bosque. Una orden rompe el mutismo y hace que los indígenas se apresten a retornar a sus chozas. Inician la marcha. Habrían cubierto unos pocos kilómetros, cuando son sorprendidos en una emboscada y muertos todos. No tenían armas para defenderse, pues su misión era de paz, cual era la de esconder los tesoros de sus mayores, según instrucciones del gran cacique. Así que la obra de quienes perpetraron la emboscada, fue en extremo fácil. Había sido ésta una orden del mismo Cacique Tolimaca, que envió a exterminarlos para que ninguno fuera a revelar el secreto del escondite del tesoro. El brujo o hechicero Buriló tampoco debía quedar con vida, pues era él quien había comandado todo el enterramiento y mejor que nadie conocía todos los-secretos. Nada parecía haber quedado con vida. Ni siquiera había heridos, ya que los que no cayeron fulminados por las flechas certeras de los guerreros, fueron rematados. Todo quedó en silencio, tras la macabra emboscada.
Consumado este genocidio, los guerreros retornaron a la ciudadela aborigen. Su jefe se presentó de inmediato ante el gran cacique para rendir información del exterminio. Nadie había escapado a la masacre. Ya todo era un secreto, que tan sólo conocía el gran cacique Tolimaca, porque el mohán o brujo también habría desaparecido. El secreto sería guardado por toda la eternidad y los antepasados podrían descansar tranquilos, después de haber sido inquietados momentáneamente en su sueño milenario por órdenes del gran cacique, que arrebató sus tesoros de sus sepulcros, para ser depositados en lugar seguro. Ahora podrían retornar al sueño eterno, ya tranquilos, porque nadie los despojaría jamás de sus haberes, ya que estaban bien guardados, al abrigo de intrusos y ahora para siempre bajo la custodia de seres infernales, que velarían eternamente, protegiéndolos.
Ya el gran cacique Tolimaca podía emprender su marcha hacia el triunfo o la derrota, donde se jugaría el destino de su pueblo. No había más alternativa que la de triunfar o morir. El gran cacique marchó en busca del enemigo, del que tenía noticias que ya venía a atacar. El cacique salió a su encuentro, tomando así la iniciativa, mejor que esperar y defenderse.
Los ejércitos ibéricos y los indígenas lucharon por días. La batalla era indecisa, pues unas veces la suerte favorecía al conquistador español, mientras que en otras ocasiones terciaba al lado del aborigen. Pero, finalmente, cayó el cacique, vencido tras un lance con otro cacique enemigo, que lo había traicionado y se había puesto de parte de los hispanos.
La lucha cesó y con la batalla perdida se selló la negra suerte del gran pueblo pijao. Terminada la contienda, los principales guerreros pijaos fueron hechos prisioneros y luego ahorcados en los árboles, para escarmiento de los demás indígenas. Y mientras esto sucedía, las mujeres, los niños y los ancianos se suicidaron arrojándose por los precipicios. Centenares, millares, quizá, se lanzaron a los torrentosos ríos y se ahogaron. Hubo ríos que detuvieron su paso y se represaban por la cantidad de aborígenes que desde los peñascos se arrojaban para morir en las profundidades de sus lechos, antes que caer en manos de los crueles hispanos.
De esta manera quedaba decidida la suerte de los pijaos, que prefirieron el suicidio masivo, a caer prisioneros y hacerse esclavos de los dioses blancos de más allá del gran lago.
En esta forma el fabuloso tesoro de los pijaos quedaba en la profunda oscuridad, pues quienes lo depositaron en cavernas habían sido asesinados para que no tuvieran la tentación de revelar el secreto. Los guerreros que los habían liquidado, no tenían remota idea de dónde venían, ni que estaban haciendo aquellos, sino que tenían la orden que era la de emboscar y matar a otros indígenas, ya señalados por la negra suerte. Así, el único que conocía el secreto era el gran cacique Tolimaca y este acababa de caer en medio de la gloria de haber luchado hasta el fin, por la libertad de su pueblo. Quedaba, pues, el inmenso tesoro, la fabulosa riqueza, al amparo de las sombras eternas.
Sin embargo, como entre cielo y tierra no hay nada oculto —como reza el dicho popular— resulta que en la matanza de los indígenas que hicieron el enterramiento o, mejor, que realizaron el escondite del tesoro pijao, el mohán, hechicero o brujo Buriló, que se las sabía todas, adivinó lo que iba a suceder y fue entonces como durante la marcha para retornar a casa, fue apartándose más y más, hasta desligarse completamente del grupo. Vino la emboscada, pero él ya no estaba sino que había huido y se hallaba muy lejos. De esto no se percató el jefe que comandaba los guerreros indígenas que hicieron la emboscada, aunque llevaba instrucciones precisas de caerle al mohán o hechicero, ante todo. Por ninguna circunstancia éste debería quedar con vida. Pero el comandante de los guerreros no se detuvo en detalles, sino que se dedicó al tétrico exterminio de los indefensos indígenas.
El brujo al escaparse, comenzó a descender por la cordillera, al amparo de la oscuridad. Se dirigió hacia oriente, hasta que llegó a la parte plana, lo que alcanzó cuando ya habían aparecido los primeros rayos del amanecer.
El hechicero Buriló estaba, ahora, en tierras de los quimbayas, tribus que él conocía de nombre, pero con quienes nunca tuvo contacto alguno. Para él era difícil tratar con los quimbayas, porque éstos de inmediato adivinarían que era pijao por lo que de seguro no le darían abrigo, pues eran los pijaos hombres muy temidos, por su belicosidad y crueldad. Pero esto no era mayor problema para el mohán Buriló, pues se transformaba, a voluntad, en animal, en una roca, o en cosas parecidas. También podía convertirse en un indio quimbaya, o en un jefe de esta otra parcialidad, pues para eso era un hechicero o brujo, que tenía fuertes nexos con los personajes de las sombras.
Por algún tiempo, el brujo Buriló, bajo la identidad de un quimbaya, se paseó por todas partes, sin ser descubierto o siquiera haber sido objeto de sospecha, tal era perfecta su transformación. Sin embargo, a él le atormentaba el recuerdo de su raza desaparecida, pero más aún, el terrible secreto del tesoro pijao. Él era el único sobre la tierra que lo conocía y sobre él recaía toda la responsabilidad. Esto lo tenía como al borde del desespero, tal era la agobiadora carga que le impedía una vida tranquila. Muchas fueron las veces en que estuvo a punto de revelar el secreto, pero recordaba la maldición que había echado para quien revelara el escondite donde estaba el tesoro. Sin embargo, tampoco quería que quedase oculto hasta la eternidad. Alguien más debía compartir el secreto para que, cuando él desapareciera, no quedase aquél en el silencio eterno. Pero no se lo revelaría a nadie y más bien tomaría una determinación, que pensaría cuál podría ser, con el correr de los días.
El gran hechicero o brujo Buriló decidió dejar estampado en una roca el misterioso secreto del escondite del fabuloso tesoro. Sí, esto era lo que debía hacer, pues revelaba el secreto, pero en forma indirecta y así no recibiría el castigo de los seres infernales.
Una mañana, de esas tan hermosas que suelen acariciar las estribaciones de la cordillera de los quindos, el mohán o brujo Buriló tomaba un baño en un torrentoso río. En la mitad del cauce había una enorme piedra, muy apropiada para el fin que él quería, o sea el de dejar grabado el secreto del lugar en que se encontraba oculto el tesoro de los pijaos. Sí, allí lo haría. Fue entonces cuando valiéndose de sus mañas y artes hechiceras, se ingenió un instrumento más duro que la roca misma y comenzó a trazar misteriosas figuras para revelar el formidable secreto. Así fue como fueron apareciendo la figura del dios sol y de la madre luna, divinidades tutelares de todas las razas indígenas. Las dos divinidades miraban hacia el lugar donde se hallaba la caverna depositaría del fabuloso tesoro, protegiéndola de quienes trataran de penetrarla. El brujo Buriló, es cierto que era un personaje del más allá, propiamente de las legiones infernales, pero no por eso dejaba de creer también en las divinidades que desde la bóveda celeste protegían a la fanática indiada. Por eso fue por lo que primero encomendó a los seres del averno, guardar la entrada del misterioso escondite del tesoro, y ahora, pedía a los dioses tutelares de la raza que velaran, desde la distancia, el gran secreto.
Bien, luego de trazar profundamente las figuras del Sol y la Luna, encarnados en el hombre y la mujer, trazó una tercera figura detrás de esos dioses lares. Y a los lados de la piedra grabó una serie de jeroglíficos que anulaban las maldiciones, que él mismo había pedido cayeran sobre quienes violaran la gran tumba de sus antepasados, mejor, la caverna donde se habían depositado todos sus bienes terrenales, a órdenes del gran cacique Tolimaca. A espaldas de las figuras augustas de los dioses, en la parte posterior de la piedra, grabó un gran lagartijo, también animal sagrado, que serviría para ayudar en la protección del secreto. Buriló, el misterioso brujo Pijao, quedaba ya tranquilo, pues se había desahogado de tan terrible responsabilidad. Quedaba, entonces, interpretar el significado de los jeroglíficos y figuras humanas y zoomorfas que había estampado, a cincel, en la inmensa piedra del torrentoso río.
A este respecto, el brujo Buriló se decía a sí mismo:
Quien llegue a esta piedra verá dos figuras, una grande; pequeña la otra. La primera representa al dios Sol; la Luna, la menor. Estos miran eternamente hacia la cueva o caverna donde está oculto el tesoro. Pero para saber el punto exacto hacia donde están mirando, es necesario apostarse detrás de esas dos figuras, y por eso la razón de la tercera figura que está colocada como mirando por encima de ellos. Quien se sitúe en esa posición verá claramente el sitio o lugar donde está encerrado el tesoro pijao. Sin embargo, si esto se hace durante el día, no podrá verse el punto exacto. Primero —se repetía— hay que estar en la piedra en una noche de luna y cuando los rayos de ésta le den a su estampa grabada en la piedra, cuando entonces ésta expedirá una luz que irá a posarse a toda la entrada de la cueva donde está el tesoro. Así, hay que situarse detrás de las dos figuras, en una noche de luna y esperar la revelación del secreto, esto es, del punto exacto donde se encuentra. Allí estará la lucecita señalando el camino.
Y el brujo continuaba diciéndose:
Ya revelado el secreto, entonces al día siguiente, en las horas claras de la mañana, uno podrá apostarse detrás de la piedra y ver con exactitud el lugar preciso donde está el tesoro, porque las miradas de los dioses ya estarán fijas en el lugar. Pero, repito, es necesario, primero, descubrir el lugar, según las instrucciones, o sea en una noche de luna.
El hechicero o brujo grabó todo esto en esa piedra y ya quedaba tranquilo, porque la roca, símbolo de eternidad, también lo conocía y lo portaría hasta tiempo infinito. Pero, el brujo no sólo revelaba el secreto, sino que anuló la maldición que recaería sobre quien descubriera el tesoro. Ahora dejaba el secreto en manos de los dioses tutelares: el Sol y la Luna.
Durante varias ocasiones el brujo o hechicero pijao. Buriló, se cercioraba de que lo grabado en la piedra fuera exactamente como él lo quería decir, señalando el lugar preciso donde se encontraba el gran tesoro oculto. Todo era exacto, perfecto. Una noche en que estaba sobre la roca meditando sobre el tesoro, sobre su raza, sobre el destino que tendrían las opulentas riquezas de sus antepasados, un ruido sordo se sintió de súbito y una inmensa tromba de agua lo arrastró y sepultó en su oscuro y borrascoso lecho. Pero ya el brujo había revelado el secreto, el lugar exacto donde estaba oculto el fabuloso tesoro de los pijaos.