El burro sabio

A un campo muy remoto llegaron tres sabios con el ánimo de estudiar la naturaleza para descubrirle sus secretos y sus riquezas. Estuvieron varios días metidos en unas montañas y, cuando se cansaron, regresaron hacia la población vecina. Pero les cogió la noche y resolvieron pedir posada en la primera casa que encontraron. Llegaron a un ranchito muy pobre y a la dueña, que era una campesina viejita, le pidieron la posada. Ella les dijo que les daría algo de comer como una sopa y huevos, pero que posada no la había porque no tenía sino una pieza que era donde ella tenía su cama, y no había más que el corredor, que estaba ocupado con las semillas para sembrarlas.

Entonces los sabios le dijeron que les permitiera quedarse en el patio pues traían chinchorros y, como había árboles, allí podían guindar (atar en alto la hamaca o el chinchorro para descansar).

—Lo malo es que esta noche va a llover y se mojan a la interperie, dijo la viejita.

—¿Qué va a llover? contestaron los sabios. No señora, nosotros somos astrónomos y en la predicción del tiempo, según nuestra ciencia, resulta que no lloverá

—Ahí lo verán, pero me da mucha pena que se mojen.

Los sabios guindaron, le desearon las buenas noches a la viejita y se acostaron entre sus chinchorros porque estaban muy cansados. Como a las tres de la mañana se desgajó un chubasco que empapó a los sabios, que muy confundidos tuvieron que soportar el aguacero. Apenas amaneció, soltaron sus chincorros y cogieron camino sin despedirse de la viejita, algo apenados por sus predicciones.

Cuando ya habían andado un buen trecho de camino, uno de ellos les dijo a los otros dos:

—Bueno, no nos despedimos de la viejita, ni le dimos las gracias y eso está mal. Pero lo peor es que no supimos cómo conoció ella que iba a llover y es bueno saberlo.

Entonces se devolvieron y le preguntaron por qué había sabido que en esa noche iba a llover.

Y ella les respondió:

—Eso es muy sencillo de saberlo. ¿Ven sus mercedes ese burrito que está amarrado al palo? Pues cuando el burro agacha las orejas y se mete al corredor, es fijo el aguacero. Y anoche lo hizo.

Y los sabios se fueron todos agachados sin decir palabra.

 

Código: CLTC 586N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

Los tres calabacitos

En cierta población lejana había tres mozos hambreados y tan abandonados de Dios y de los hombres, que resolvieron de común acuerdo irse a robar y a matar.

Por el camino encontraron un burro escondido entre una arboleda, tan flaco y con más mataduras que pelos, pues no parecía sino que iba a estirar la pata allí mismo.

—¿Qué haces ahí, hermano burro? le dijeron los tres.

—Aquí, que mi amo me arrojó del establo por viejo y por inservible. Llevadme que puedo seros útil. Al fin, al ver la insistencia del burro, se lo llevaron.

Más adelante encontraron un gallo que trataba de ocultarse.

—¿Qué haces ahí, hermano gallo? —Aquí, huyendo porque mi ama quiere echarme a la olla. Llevadme que puedo seros útil.

—No porque con tu canto nos estorbas.

—Me comprometo a no cantar.

Al fin se lo llevaron.

Más adelante se encontraron una aguja y le dijeron:

—¿Qué haces ahí, hermana aguja?’

—Aquí me dejó caer una sirvienta. Llevadme, que puedos seros útil.

—No, porque nos picas.

—No les haré ningún daño, respondió, y al fin se la llevaron.

Más adelante se encontraron una rala (excremento de aves) de gallina y le dijeron:

—¿Qué haces ahí, hermana rala?

—Aquí que me arrojó una gallina.

—Llevadme, que puedo seros muy útil

—No, porque hueles a fea.

Pero como insistió mucho, resolvieron llevarla.

Andando, andando, llegaron a un huerto muy provocativo pues a la luz de la luna pudieron observar infinidad de frutas maduras que les hizo llenar la boca de agua, y como iban con ánimo de robar, determinaron poner por obra su propósito.

Como el huerto estaba cercado por tapias y no podían subirse sobre ellas, el burro se arrimó a la pared y pasando por sobre su lomo los tres nóveles ladrones escalaron el corral, con lo que notaron la utilidad que el asno les prestaba. Después abrieron la puerta para que el burro entrase y lo situaron con las patas hacia la puerta de la alcoba de los dueños, que lo eran dos viejecitos que tenían el sueño muy blando y a su servicio habían admitido una sirvienta que dormía profundamente.

Al gallo lo hicieron subir a una viga de la cocina para que observara, a la aguja la clavaron en la pared junto al fogón y la rala fue colocada sobre un jiné. En seguida fueron los tres hombres a robar frutas.

La sirvienta despertó al cabo de tanto gritarla y, como era miedosa, se fue a soplar el rescoldo para encender la vela. Como el fogón estaba en el suelo, se arrodilló y apoyó sus manos sobre los jinés, pero como notara bajo su palma una cosa blanda, olió qué era, y como se trataba de cosa sucia se limpió la mano con la pared, pero como allí estaba la aguja esperando, se dio un pinchazo que la hizo proferir una exclamación de dolor; pero en ese mismo momento, el gallo, que se hallaba despierto y vigilando dejó caer precisamente entre la boca abierta de la sirvienta una rala tibia que la obligó a hacer gargarismos y a lavarse en seguida la boca y las manos y mientras tanto los tres mozos cogieron las frutas que quisieron y se fueron, habiendo aprendido que no hay nada inútil por viejo y feo que parezca.

 

Código: CLTC 587N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

Las arepas

Pues esta vez era un señor muy bien parecido que presumía de ser cazador de mucho saber y experiencia, y un buen día se fue para la montaña y a pesar de lo mucho que correteó de un lado para otro, ya al atardecer se dio cuenta que nada había podido cazar. Y se sintió con mucha hambre y para desgracia no había llevado provisiones. Ya comenzaba a anochecer y al fin divisó un ranchito hacia el cual se encaminó apurándole al paso.

Cuando llegó al rancho, encontró que allí vivía una señora con su hija joven y sumamente bella. Las saludó con mucha atención y les pidió que le dieran la posada y algo de comer porque andaba sin pasar bocado desde el amanecer y estaba muy lejos de su casa.

—Con mucho gusto le daremos una arepa, de las que estamos haciendo para el desayuno, con una agüita de panela. Pero la posada sí no podemos dársela porque vea que no tenemos sino una camita, en la que me quedo con mi muchacha. Y no hay más dónde.

Así dijo la señora y el pobre cazador comenzó a rogarles y rogarles que le prestaran la posada porque no podía quedarse a la interperie expuesto a muchos peligros para su salud y aún para su vida. Y el hombre porfió y porfió y rogó y volvió a rogar tanto que la muchacha le dijo a la mamá que lo mejor era darle la posada. Pero la señora dijo:

—Bueno, será darle la posada. La cama es bien estrecha, yo me quedo en la mitad, mi hija en el rincón y usted en la orilla. Pasará mala noche pero no hay donde más y ya se ve que donde caben dos caben tres.

Muy contento se puso el cazador porque no tenía que dormir a la interperie. Se tomó el agua de panela con la arepa calientica que le dieron, acabada de cocer en la laja.

Apenas acabó la señora de hacer las arepas para el desayuno las echó entre un canasto y las colgó de un garabato que pendía de una viga para que no se las comieran los ratones, según dijo la señora cuando las colgaba.

—Ahora sí a acostarnos, ordenó la madre.

La hija quedó al rincón, la madre en la mitad de la cama y el cazador en la orilla. Y apagaron el mechito de vela y se durmieron.

Sería pasada la media noche cuando la señora, quejándose de dolor de estómago, se levantó aprisa y salió porqué tenía que salir. Al momento la hija se hizo hacia la mitad de la cama y tocando al cazador le dijo una sola palabra:

— ¡Aproveche!

Y el cazador al momento se levantó, se fue derecho al garabato, bajó el canasto y se comió todas las arepas del desayuno.

 

Código: CLTC 588N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante:  Luis Vicente Rojas

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

El padre adoptivo

En una hacienda, lejos de aquí, vivían dos matrimonios: el de los patrones, en su casa muy bonita, y el de los agregaos, en una bien humilde. En una misma noche y en ambas casas nacieron dos niños, una niña en la de los patrones y un niño en la de los agregaos.

No sé si esa misma noche o después, la señora pobre dijo:

— ¡Qué raro! ¡Haber nacido ambos niños en la misma noche como si el Cielo los hubiera destinao pa’ casaos!

No faltó quien oyera lo dicho por la buena señora y fuera a’i mismo a contárselo a la patrona. Ella, al saberlo, le tomó harta ojeriza al niño de los agregaos; tanta, que buscó a un muchacho para que pasito se sacara al niño cuando los padres estuvieran en el trabajo, pues tenían que dejarlo solo y fuera y lo botara abajo en el río, porque cómo se podía casar su hija con un pobre hijo del agregao.

Así lo hizo el muchacho. Cuando estaba sola la casa, se entró, sacó al niño y se lo llevó corriendo hasta allá bien abajo en el río. Pero le tenía lástima al niño y no podía botarlo. Por eso se sentó a’i en la arena y no sabía qué hacer porque le daba lástima botarlo al río. En esas llegó un señor de a caballo y muy bien vestido.

—¿Qué haces a’i?, le dijo al llegar. ¿Y ese niño, qué haces con él?

Antós al muchacho no le quedó más remedio que contarle lo que le habían mandao y que le tenía mucha compasión al niño.

—Eche pa’ cá el chino. Yo me lo llevo y lo crío y así no tienes que echarlo a ‘hogar, le dijo el señor de a caballo.

Se lo alargó el muchacho, muy contento, porque así no tenía que botarlo al río. El señor se informó bien de dónde estaba (a casa de los patrones y la de los agregaos y aprisíta, aprisita se largó quién sabe par’onde.

La señora rica se puso muy contenta cuando le contó el muchacho que al niño lo había botao allá abajo en el río. Los agregaos cuando no encontraron al hijo al volver a su rancho, se afanaron mucho, lo preguntaron por todas partes pero nadie les dio razón ni chica ni grande.

Al fin tuvieron que conformarse porque qué hacían.

Mientras tanto el niño iba creciendo, y el señor que se lo había llevao lo cuidaba mucho, le daba buenos consejos porque pensaba sacar un hombre de provecho. Cuando ya estuvo crecido y bien estudiao, lo preparó para contarle su historia y al fin le dijo lo que le había pasao cuando chiquito y que, como lo quería tanto y él podía morirse, tenía que llevarlo a que conociera a sus padres.

Así lo hizo. Llegó a donde los pobres con el hijo, que ya era grande, estaba muy bien vestido y educado y les contó todo a los agregaos, que abrieron tamaños ojos y por poco se mueren de gusto de tener al hijo y semejante hijo. Y el señor que les crió al muchacho les dijo que no fueran a contar nada, pero ni una palabra.

A los ricos se les hizo muy raro que esos dos señores tan majos y de tan buen parecer hubieran llegao a ‘onde los pobres y no a su casa. Por eso se hicieron los encontradizos para invitarlos a comer con ellos. Así lo hicieron, y entonces fue cuando se conocieron los dos jóvenes y se gustaron, pues la niña de los ricos estaba muy bonita y el joven afuereño era muy buen mozo y muy educado.

Los ricos les dijeron que cuando volvieran por aquellos laos llegaran a su casa. Allí se estuvieron unos días y no dejaban de visitar la casa de los agregaos porque decían que eran conocidos y muy amigos de ellos. Se despidieron y se fueron.

Después de unos meses volvieron, pero ya llegaron a casa de los ricos y allí fue ‘onde los dos jóvenes hicieron compromiso de casarse y el joven habló con los padres de la muchacha y arreglaron matrimonio.

El papá adoptivo le dio al muchacho todo cuanto necesitaba para el casorio. Se llegó eI día del matrimonio y se casaron con mucho lujo y fueron invitaos los agregaos, porque el muchacho dijo que tenía que invitarlos de todos modos. Así que ellos estuvieron en la fiesta. Entonces fue cuando el muchacho les contó a sus suegros todo el peligro que había pasao cuando lo habían querido echar al río y que milagrosamente lo había salvao su papá adoptivo.

Los papás de la niña conocieron que eso era cosas de Dios y entonces resolvieron repartir su riqueza con los pobres para así igualar a las dos familias. Entonces fueron a buscar al padre adoptivo para darle las gracias y fue el único que no pudieron encontrar. En tuavía lo están buscando. Y este cuento se acabó.

 

Código: CLTC 589N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante:  Julio Contreras

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

El hijo de la lavandera

En una lejana tierra vivía una señora que tenía la profesión de lavandera y tenía un hijo muy obediente, que le ayudaba en el oficio y en todos los quehaceres de la casa.

Pero de un momento a otro se le metió la idea de viajar para conseguir su vida y le, dijo a su madre que le preparara un fiambre porque se iba de viaje.

—¿Para dónde te vas? le dijo la madre.

—Para donde Dios me guíe y me ayude, le respondió el hijo.

Ella le preparó el fiambre con pollo y lo que pudo, y le dijo:

—Aquí está el fiambre. Y un consejo: mijo nunca coma solo. Siempre que quiera comer, hágalo en compañía de alguien.

El muchacho le prometió cumplir con sus deseos. Se despidió de su madre y cogió camino. Ya después de una larga jornada, tuvo hambre, pero no encontraba con quién cenar, pues recordaba las palabras de su madre. Por fin ya muy cansado se sentó a la orilla de un río dispuesto a comer y dijo:

— ¡Si hubiera alguien que me acompañara a comer!

Al decir esto, vio en el agua una serpiente, y recordando a su madre, arrancó una presa de pollo y se la dio. Ya satisfecho de haber obedecido a su madre, continuó andando.

Después de mucho andar y andar, vencido por el hambre, decidió comer algo, cuando vio un águila que revoloteaba a su alrededor y dijo:

—Si esta águila comiera de mi fiambre, yo le daría con gusto.

El águila se acercó más y él arrancó una presa, se la lanzó y ambos comieron al tiempo. El muchacho se sentía contento y siguió caminando y como no encontraba dónde quedarse se acercó a un ranchito en donde vivía una viejita.

—¿Para dónde vas? le preguntó la viejita.

—Voy en buscas de trabajo, dijo el muchacho…

—Yo sé dónde puedes encontrar trabajo. Vete mañana temprano al palacio del rey. Allí necesitan un jardinero. Te pondrás a desyerbar y te pagarán bien.

Así lo hizo, y el rey lo ocupó y allí siguió trabajando con mucho juicio, y con tanto garbo que la hija del rey se fijó en él y poquito a poco se fue enamorando del muchacho.

Todas las tardes el jardinero iba a quedarse a la casa de la viejita, que lo protegía y él le llevaba sus regalitos. El muchacho seguía haciendo su trabajo muy bien y no dejaba de echarle sus miradas a la hija del rey. Un día ella le dijo a su padre:

—Padre, me voy a casar con el muchacho que cuida el jardín.

Pero el rey no estaba dispuesto a dejarla casar con un peón y por eso le puso una tarea en la que muchos habían fracasado: tumbar él solo una ceiba, so pena de la cabeza. El muchacho se fue al rancho, le contó a la viejita lo ocurrido y ella le aconsejó:

—Amuela bien el hacha, madruga y trabaja en nombre de Dios y de tu madre.

Y le contó que el derribo tenía que hacerlo antes que se levantara la reina y viese la ceiba, pues apenas la reina mirara la ceiba esta sanaba inmediatamente de los hachazos que le hubieran dado.

El muchacho madrugó mucho para alcanzar a derribar la cieba antes que se levantara la reina. Cuando ya ésta iba a salir, se apareció la serpiente y le ayudó a tumbar el árbol sin que la reina pudiera hacer nada. Apenas cumplió su tarea, se fue el muchacho para el rancho, le contó lo sucedido a la viejita, ella se alegró de su triunfo y le anunció que le pondría el rey otra tarea y que, si no la cumplía, lo mataría. Tendría que recoger entre una jaula cien teches que habían soltado en el campo; y que, si a las seis de la tarde no los entregaba, le quitarían la vida.

Así sucedió al día siguiente. Llevó la jaula, y ya el día iba pasando sin que hubiera podido hacer nada. Pero llegó el águila con la que había cenado, persiguió a los toches y estos para protegerse se metieron entre la jaula y así pudo cumplir con su trabajo.

Nuevamente el rey le puso otra tarea: recoger cien conejos; pero la viejita le dio un pito y apenas comenzó a pitar, los conejos fueron saliendo de sus cuevas para meterse en la jaula.

Entonces el rey quedó ofuscado y buscó otro trabajo que consistía en llenar un saco de verdades. El muchacho le contó a la viejita y ella le aconsejó:

—Pídele al rey que se desnude y se deje dar cien lapos (azotazos) en las posaderas.

Así lo hizo, y el rey, pensando que así se libraba de casar a su hija con el peón, recibió cien lapos. Pero el muchacho fue con su saco contando verdades: contó su vida, sus trabajos y finalmente iba a contar la muenda que le había dado al rey, pero inmediatamente lo interrumpió, porque sin duda pensó que quedaría mal ante sus subditos, porque le dijo:

— ¡Detente, detente! Se llenó el costal y ya no cabe ni una verdad más.

Impotente el rey para impedir la boda, le tocó aceptarla y le dio un palacio para que viviera. La princesa quería conocer a su suegra y le exigió al rey una casa para ella para que tuviera donde vivir dignamente.

Cuando el muchacho fue a despedirse de la viejita, ella le dijo que también se despedía porque se iba para su casa en el cielo porque era la Virgen y que le había ayudado por ser buen hijo y obedecer y querer a su madre.

 

Código: CLTC 590N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante:  Augusto Martínez Rincón

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

Miedo al diablo

—Vea, mija, que hay que tenerle miedo al diablo, porque que lu’hay, lu’hay. Una vez mi taita se nos acorronchó (juntó, agrupó) una noche en la tarima de la casa y nos aseguró qu’el diablo es un ángel maldecío por el Santísimo Señor Dios y que por eso arrastra con toiticos los malvaos y pa’ que se creiga a’i les va el cuento:

—Taba una noche el agüelo de mi agüelo ya acostao cuando comenzó el correteo de los perros di un lao a’otro con un desespero, con una latizón y como juyendo al mesmo tiempo. El agüelo se tapó más, porque se le puso que por allí andaba el mesmo patas (el diablo) suelto y se puso a rezar lo que sabía pa’ espantar al enemigo malo. Al fin se quedó dormido. Y más’ elante se despertó con un estruendo y el chillido de los perros que corrían en tropel y el estampío de los caballos que relinchaban al tiempo en la manga (potrero pequeño) vecina. El agüelo se movía pasito y se persinaba y rezaba sin poder asomarse al corredor. Así pasó recuerdo (despierto) el resto de la noche. Al amanecer, cuando las primeras luces del día espantan a la ira mala (diablo) se levantó, miró, no vio nada raro, se salió al camino y se bajó pa’l lao de la quebrada y en el suelo vio un bulto. ¿Quén era? Pues el compadre, su vecino, que ‘taba caido a’i al pasar la quebrada, sin sentido y como muerto. ¿Qué había pasao?

Pus apenas alevantó el compadre y lo revivió como pudo, él le contó que se le había aparecido el mandinga (diablo) como a cargárselo y que si nu ha sío por el escapulario que con una mano le mostró y por un tiro que I’ hizo, a estas horas ya ‘taría en la compañía del diablo en los mesmos injiernos.

Y en después dirán que el diablo no se presenta…

 

Código: CLTC 591N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante:  Santos Rodríguez

Edad informante:

Recolector: Marina García

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

Negocio con el diablo

Una vez un campesino tenía su buena sementera en el monte, pero los micos se la comenzaron a comer y había peligro que se la destruyeran por completo. Entonces hizo un negocio con el diablo para que él se la defendiera y no hubiera daño. El diablo le puso por condición que tenía que entregarle el alma.

Y pararon los daños. Cuando la sementera estaba casi para coger, el campesino, todo asustado, no podía ni comer ni dormir porque tenía que entregarle el alma al diablo apenas la sementera se cosechara. No hallaba qué hacer y tuvo que contarle lo que le pasaba a su mujer. Y ella encontró el remedio:

—Cuanto antes, a confesarse con el señor cura.

Y así lo hizo. Al señor cura se lo contó todo y él le aconsejó:

—Bueno, usted se puede librar del demonio en la siguiente forma: llévese los cintos sagrados, la estola, el roquete y el alba, que su señora se vista con ellos, se vaya en cuatro patas y se meta entre la sementera y tumbe las matas de cultivo que más pueda.

Así lo hizo la señora. El diablo al ver ese animal tan raro, vestido con los cintos sagrados, no pudo intervenir, perdió la apuesta porque la mujer destruyó lo que pudo y el marido no tuvo que entregarle el alma al demonio.

 

Código: CLTC 592N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante:  Waldo Forero

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

El tonto

Un padre tuvo tres hijos. El primero murió, el segundo fue un tonto y el tercero un genio que pronto abrazó la carrera sacerdotal y progresó tanto que muy luego recibió el título de arzobispo y finalmente el de papa.

Murieron los padres y habiendo quedado solo el tonto se fue a vivir con el romano pontífice.

Un día se supo en Roma que el rey de España casaba a su hija con quien sostuviera por su cuenta los gastos del reino durante un año. Entonces el papa le dio al tonto una mochila con una virtud, pues no era sino decirle: “Mochilita, mochilita, por la virtud que Dios te dio, dame plata”, para que al punto quedara llena de monedas.

El tonto llegó a Madrid y se presentó como pretendiente y fue aceptado. Y mediante su mochilita sostuvo el reino.

Cuando faltaban nada más que tres días para vencerse el plazo convenido, la hija del rey le pidió permiso a su padre para hablar al que iba a ser su marido.

La doncella, fingiéndose muy enamorada, le pregunta a su prometido por el secreto del dinero diciéndole que ya para ella, que sería su mujer, dentro de tres días, no debía haber nada oculto. Apenas el tonto la oyó y sintiéndose el hombre más feliz de la vida, le contó su secreto y ella le robó la mochila y lo dejó sin manera de poder cumplir lo ofrecido.

Salió de la corte el bobarrón y pidiendo limosna volvió a Roma a contarle a su hermano lo sucedido. El papa, muy disgustado, le dio un gorro con el cual, al andar agachado se hacía invisible, y lo mandó a recuperar la mochila.

Así lo hizo y logró introducirse al palacio y apoderarse de su mochila, pero al salir del palacio se enderezó, se hizo visible, lo capturaron y le quitaron mochila y gorro.

Nuevamente tuvo que volverse a Roma padeciendo mil trabajos y esta vez recibió del pontífice una alfombra con otra virtud. Se disfrazó de vendedor y caminando llegó a Madrid, entró a palacio a ofrecer muchas maravillas a la princesa, a quien le ofreció la alfombra. La extendió, él se paró en una punta y le dijo a la princesa que se la comprara, que la pisara para que viera cómo era de mullida. Ella le hizo caso y apenas estuvo encima, él exclamó:

—¡Alfombra a Roma!

Y la alfombra se levantó por los aires y comenzó a viajar hacia Roma. Pero en la mitad del camino dijo la princesa:

—¡Tengo sed! Bájame para beber agua de aquel río.

Y él le dio la orden a la alfombra:

—¡Alfombra, al río!

Cuando descendieron hasta el suelo, la princesa le rogó a su raptor que le alcanzara un poco de agua y él le hizo caso; pero, apenas estuvo unos pasos lejos, ella dijo:

—¡Alfombra a Madrid!

Y con las mismas, se levantó hacia las nubes la alfombra con la princesa, que reía mientras el bobo se quedaba con la boca abierta.

Después de llorar un rato por ahí sentado sobre una piedra dijo de pronto:

—¡No seré más pendejo…!

Como tenía mucha hambre cogió de unos pepinos rojos y a medida que iba comiendo le salieron cuernos. Por poco se sienta otra vez a llorar, pero le dio por comer de unos pepinos blancos de otra mata y a medida que comía de las nuevas frutas los cuernos le desaparecieron hasta quedar sin nada.

Entonces cogió de ambas clases de pepinos y los redujo a polvo y se fue en busca de la capital de España.

Por medio de los polvos adquirió suficiente dinero para anunciarse como médico del alma y del cuerpo y para disfrazarse de sacerdote.

Al fin logró introducirse a palacio y entre el chocolate echó los polvos de los pepinos con lo cual todos los cortesanos, desde el rey para abajo, se volvieron cornudos.

Todos le consultaron y él afirmó que todos estaban enfermos del alma y del cuerpo y que debían comenzar por confesarse, como en efecto lo hicieron. Después les dio de los polvos de las frutas blancas pero menos a la princesa, a quien en vez del remedio le suministró harina y quedó por consiguiente con sus cachos.

El sacerdote la llamó y le dijo que sin duda se había confesado mal, por lo cual tenía que hacer nueva confesión y entonces sí se acusó del robo de la mochila, del gorro y de la alfombra.

Pero como no hay perdón sin restitución, entregó ella las prendas robadas, con lo cual vino la absolución y una nueva toma de polvos que le hicieron desaparecer los cuernos.

Después el confesor le dijo que le explicara cómo había sido para llevársela por los aires el tonto, ella le explicó y él para entender mejor colocó la alfombra en el suelo. Al pararse encima la princesa, él exclamó al momento.

—¡Alfombra a Roma!

Y a Roma fueron a dar porque esta vez no se dejó engañar el tonto.

Desde allí comunicó el romano pontífice al rey la llegada de su hija y pronto se celebró el matrimonio de la princesa con el tonto. Y vivieron felices.

 

Código: CLTC 593N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

Los dos compadres

Había una vez dos compadres. Uno de ellos era muy pobre, como que vivía en un rancho miserable de propiedad de su compadre rico, para quien trabajaba diariamente en cambio del suero de la leche, con el que se sustentaban él, su mujer y sus numerosos hijos.

No tenía la familia por toda riqueza más que una gallinita. Los hijos y la mujer estaban muertos de hambre, por lo cual ella propuso vender la gallina para comprar algunos comestibles, pero entonces el hombre tuvo una idea, que manifestó así:

—Voy a hacer una cosa: mata la gallina porque voy a invitar a comer a Nuestro Señor.

— ¡Ocurrente!, le repuso su mujer, ¿Cómo lo vas a hacer bajar del cielo?

— ¡Mátala, mujer, porque yo lo mando!—

—Y como donde manda capitán no manda marinero, la esposa puso a hervir el agua para pelar su gallinita, a la que mató, mal de su grado.

Sin decir palabra se fue el marido hacia la iglesia, se arrodilló ante el Cristo, a quien le habló de esta manera:

—¡Señor! Yo estoy muy pobre, pero quiero invitarte a comer esta tarde en mi rancho. No te puedo dar sino lo único que tenemos, mi gallinita. ¿Vas?.

El Cristo por toda respuesta inclinó afirmativamente la cabeza, con lo que el hombre se fue muy contento derechamente hacia su choza.

La casa quedó muy bien barrida, sacaron una caja al patio y encima extendieron un paño blanco como para que sirviera de mantel, y después de dorar muy bien la gallina al fuego la pusieron completa sobre un plato cuidadosamente lavado, sin que olvidasen colocar también el único tenedor y el único cuchillo que tenían los que fueron lavados con ceniza.

Se les volvía a todos, en particular a los hambreados niños, la boca agua al mirar la gallina dorada y al oler aquel tufillo tan sabroso que despedía, pero nadie quiso tocar nada.

Y esperar y esperar en vano, porque el invitado no llegaba. Impaciente la mujer decía:

—¿No te dije que no venía?

—El viene porque me lo dijo, le respondía invariablemente su marido.

En esas llegó un pobre, que estiró su mano temblorosa y dijo: —¡Una limosnita por amor de Dios! —

Démosle a este hombre una alita, propuso el marido.

—No, dejémoselo todo a Nuestro Señor, le contestó la mujer.

—El no dirá nada y este pobre hombre quitará el hambre, dijo el marido, mientras cortaba una alita de gallina y se la entregaba al pordiosero, quien le recibió diciendo:

—¡Dios se lo pague a mis amitos! Y se despidió de ellos.

Como ya caía la noche y nada que venía Nuestro Señor, la mujer ordenó a su esposo:

—Corre y averigua por qué no ha llegado.

No tardó nada el hombre en llegar a los pies de Cristo, a quien le dijo, reconviniéndolo:

—¡Señor! ¿Por qué no fuiste y nos dejaste esperando?

Y entonces el Cristo le habló por vez primera:

—Ya estuve en tu casa. Ese pobre a quien le diste un ala de gallina, ese era yo. Y como me atendiste debidamente te voy a recompensar.

No pudo contestar nada el hombre por la emoción, sino que se levantó después de hacer una venia y se fue para su casa a contar lo sucedido, muy pesaroso de no haberle obsequiado al mendigo siquiera fuese la mitad de la gallina.

No menos preocupada quedó la mujer al conocer lo acontecido y en silencio se culpaba a sí misma de haber influido en su marido para no darle mayor regalo al pordiosero. Los que sí se pusieron felices con el incumplimiento del invitado fueron los niños, porque entrevieron el regio banquete que habrían de proporcionarse, como en efecto sucedió.

* * *

A la mañana siguiente despertó primero el marido y cuál no sería su sorpresa al verse acostado entre lujosos edredones y en un palacio de belleza sin igual. No tardó su mujer en recordarse y quedar ahí como alelada ante la vista de tanta magnificencia.

Y ambos se abrazaron de gozo a la vista de sus niños, que dormían con placidez cubiertos con ropajes de seda en sus camitas doradas…

Y por entre las cortinas de terciopelo se entraba el canto triunfante del gallo; los aspavientos de las gallinas y de los pavos; el bramido de las vacas que iban a ver a sus becerros, adormilados en el corral; y el relincho de los briosos caballos que hacían piruetas en los potreros como regocijándose por la ventura de sus amos.

Vestidos éstos con prendas nuevas, encontradas ahí no más al alcance de su mano, tuvieron de nuevo para quedarse de una pieza al notar ya en el corredor cómo su choza habíase convertido en el palacio más suntuoso de cuantos habían visto, y cómo el castillo de sus compadres ricos se había retirado considerablemente, cuando en la noche anterior lo habían dejado ahí cerca, a pocos pasos de distancia y que entre los dos habían surgido dehesas pobladas de envidiable variedad de ganados.

— ¡Gracias, Señor pordiosero! exclamó el marido levantando sus manos al cielo y cayendo de rodillas.

Y como si fuera de resorte, fue a despertar a sus maravillados hijitos y sin perder tiempo todos se encaminaron a prosternarse ante el Cristo de la iglesia, para manifestarle su reconocimiento, con muchas lágrimas y rezos.

* * *

—¡Levántate aprisa, hombre, y mira lo que estoy viendo!

—¿Qué veo? ¿Palacios, ganados? ¿Y la choza de nuestro compadre qué se hizo?, exclamó la mujer del compadre rico cuando se asomó al balcón y dejó ir su vista hacia el tugurio de sus compadres pobres.

Y al contemplar ambos desde sus palacios la mágica transformación, no pudo la mujer resistir la curiosidad, porque inmediatamente tomó camino del nuevo palacio.

—Buenos días mis queridos compadres, dijo al llegar. Vengo en primer lugar a felicitarlos y luego a que me cuenten cómo, cómo ha sucedido tanta maravilla.

Y pues los compadres pobres no eran envidiosos, se lo contaron todo, punto por punto, sin perdonar detalle.

—¡Ah, gracias! Si todo esto les dio, nada más que por un ala de gallina, cuánto nos dará a nosotros por una novilla que le vamos a matar, dijo la ambiciosa mujer, al despedirse.

Y dicho y hecho, porque prepararon un opíparo banquete para el cual sacrificaron la novilla más gorda que hallaron en sus potreros. Y pasaron muchas invitaciones a sus amigos a fin de que concurrieran al banquete de Nuestro Señor.

Sin perder tiempo, llegóse a la iglesia la mujer y humillando su rica vestimenta a los pies de Cristo le habló de esta manera:

—¡Señor! Vengo á invitarte a un banquete que te tengo preparado para esta tarde a las tres, en mi casa. Si los otros no te dieron más que un ala, yo te daré una novilla gorda.

Muerta de gusto quedó cuando vio que el Cristo inclinaba su cabeza afirmativamente, conforme se lo había contado su comadre. Y voló a su casa.

Los invitados fueron llegando con sus más ricos vestidos, porque se trataba de comer con Nuestro Señor.

Las tres, y todo el mundo impaciente por ver la llegada del Rey. Cuando sintieron golpear a la puerta y abrieron los lacayos, todo el mundo se puso en pie y la mujer de un brinco salió a hacer los honores, pero no encontraron sino a un mendigo ciego que era conducido por una viejecita, tan haraposa como él. Y de los labios del hombre andrajoso, al mismo tiempo que estiraba su mano, salió un ruego:

—¡Una limosnita, por amor de Dios!

¡Imprudente! ¡Retírate de aquí! ¿No sabes que en este momento va a venir — Nuestro Señor y tú aquí con esos harapos? ¡Fuera de aquí!

Y los mendigos se retiraron cabizbajos sin decir palabra.

Había transcurrido una hora y Nuestro Señor no llegaba. Todos estaban impacientes. La señora no pudo resistir más y salió para la iglesia a reclamar por qué no había correspondido a la invitación.

—Señor, le dijo, ¿por qué nos has dejado esperando? ¡Mira, que todos los invitados han llegado ya y anhelan verte!

— ¡Ya estuve en tu casa! Ese pobre que fue a pedirte una limosna, ese era yo, que iba con mi Madre. Como nos despreciaron, ahora recibirán el castigo.

Y la mujer, toda confundida, regresó a su palacio pero no lo encontró, porque en el sitio no había sino una miserable casita, dentro de la cual halló a su marido y a sus hijos vestidos como labriegos.

Y los ricos tuvieron que resignarse a vivir del suero, que diariamente sus vecinos compadres, después de cuajar la leche de las vacas de sus hatos, les enviaban…

 

Código: CLTC 594N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

¡Dios te lo pague!

Había una vez en cierta población, cuyo nombre no se ha podido averiguar, un joven descendiente de rica y devota familia, pero más desjuiciado que un tarambana. Levantaba el codo más de lo preciso y así se la pasaba de francachela en francachela (diversión ruidosa abundante en bebidas alcohólicas).

De muy poco le sirvió el haber desempeñado en su niñez el oficio de acólito en su lugar y el haber ayudado a muchas misas, asistido a muchos sermones y no perdonado entierro, bautismo y demás edificantes ceremonias.

Ello fue que con ocasión de algunas pomposas fiestas religiosas se entró una noche de rondón en la iglesia sin acordarse de las copas que le trastornaban la cabeza.

A fuer de muy devoto procuró persignarse como mejor le avino y luego se arrellanó muellemente en una poltrona, que en un rincón halló como esperándolo, y se puso a escuchar la palabra divina pero con tan poca devoción que muy pronto quedó tan dormido como piedra en pozo.

La función religiosa terminó y los fieles tomaron el camino de sus casas y el sacristán hizo crujir las pesadas puertas del templo para cerrarlas con una llave descomunal que consigo llevaba siempre.

Media noche sería por filo y nuestro borracho, ronca que ronca como un bendito. Mas, de pronto se despertó todo asustado por un repique de campanas que dejaban (daban el tercer repique) para la misa.

El hombre, ya un tanto repuesto de su borrachera, se levantó de su sillón y se sintió admirado por la iluminación que por todo el sagrado recinto se esparcía. Al mirar hacia el presbiterio vio que un sacerdote se estaba revistiendo con los ornamentos litúrgicos y se aprestaba a celebrar el santo sacrificio.

Muy pronto terminó el presbítero su faena, tomó el cáliz en las manos, fue a subir al altar pero se puso a mirar a un lado y otro como buscando al acólito. Al fin sus ojos debieron fijarse en el intruso y entonces su mano se alargó para llamarlo, con tal insistencia e imperio, que el hombre se fue derechamente a tomar el misal para seguir al oficiante.

Y en el vacío recinto de la iglesia resonó el eco del celebrante:

—Et introibo ad altare Dei.

Y de los labios memoriosos del antiguo acólito salió un

—Ad Deum qui leatíficat juventutem meam.

Y continuó la misa hasta cuando después del Ite, missa est y del evangelio de San Juan, celebrante y acólito hicieron la venia reglamentaria para abandonar el altar.

Entonces nuestro devotísimo borracho tuvo por primera vez la ocurrencia de mirar la cara del celebrante y ¡cielos!, ¿qué vio?

Pues que bajo el bonete había una calavera con las cuencas vacías. Y oyó que el esqueleto hablaba:

— ¡Dios te lo pague! Hacía muchos años que todas las noches venía a decir mi misa, esta misa que olvidé ofrecer en vida, y ¡tú me has sacado de penas! ¡Dios te lo pague!

Desapareció. Y las sombras cayeron sobre el templo y se entraron en la mente de nuestro grandulón acólito, quien quedó sin sentido sobre las lozas del sagrado lugar hasta cuando al día siguiente, después del toque del alba; el sacristán lo despertó al hacer crujir las pesadas puertas de la iglesia, después de abrir la vieja cerradura con la llave descomunal que llevaba siempre consigo.

 

Código: CLTC 595N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985