El sueño del guaquero. Parte 1

Es el guaquero, uno de esos personajes que, con el correr del tiempo, van convirtiéndose en parte del acervo cultural de los pueblos. En el caso específico del Quindío, el guaquero es parte insustituible de su historia contemporánea o, mejor, de su historia reciente. Para el Quindío, el guaquero es, simplemente, el pionero de su colonización. Fue este personaje el que, cuando esta región no era sino el conjunto de espesas montañas, vino a sus tierras en busca de fortuna y más propiamente de los tesoros que se encontraban en las tumbas de sus antiguos pobladores, los aborígenes, quindos, pijaos y quimbayas, que ocuparon su suelo en diferentes épocas de su prehistoria y su historia. El guaquero vino al Quindío a desenterrar los sepulcros indígenas. Llegaron por millares, atraídos por las inmensas riquezas que algunos con suerte habían extraído de las violadas sepulturas nativas.

Algunos de esos guaqueros venían única y exclusivamente a “guaquiar”, mientras que otros de más visión, vieron en esta tierra un suelo fértil, un clima excelente y una hidrografía bien distribuida, condiciones óptimas para una agricultura intensiva y variada. Si aquí no producía el suelo, no produciría en ninguna otra parte del mundo. Y así fue como unos, al amparo de la guaquería, fueron dedicándose a adquirir terrenos para abrirlos y hacer fincas. Fue esta la iniciación de la colonización, propiamente dicha.

En esta forma el guaquero se convirtió en el elemento precursor, en el pionero de la conquista y colonización del Quindío. Pero este guaquero también era un individuo de relieve, personaje “típico” —como diría un gringo o un europeo— en el viejo Antioquia, Caldas, Risaralda, Tolima y Valle del Cauca. También lo ha sido y es en otros departamentos, es cierto, pero ha sobresalido especialmente en el Quindío, Risaralda y Antioquia, y más en el primero que en los demás.

El guaquero ha sido aventurero, ante todo. Sí, ha sido un aventurero en procura permanente de tesoros, ya sea guaquiando o sacando entierros, porque estas dos cosas como que andan unidas, por afinidad, muchas veces lo uno conduciendo a lo otro. Este personaje, por lo general es un hombre de fácil expresión, en extremo lenguaraz, dicharachero por naturaleza y, sobre todo, locuaz y mentiroso hasta la exageración. Es, sin lugar a dudas, un hombre que sabe mil cuentos y cómo contarlos con gracia. Conoce una y mil historias de espantos, asustos, entierros, brujas, guacas que alumbran, amén de un número incontable de cuentos de la “patasola”, la “madre monte”, en fin de todo aquello que tanto nos sorprendía y asustaba en los primeros años de nuestra juventud y que hoy también es deleite de quien tiene la oportunidad feliz de oír sus cuentos y relatos, sus historias, sus exageraciones, sus exorbitadas mentiras. Esto es un pasatiempo de jóvenes y viejos de hoy, como lo fuera para los de ayer. Así, la conversación del guaquero es amena, graciosa, salpicada de chispazos, ingenio y fantasía. Este personaje pertenece, de esta manera, a nuestro folclore a nuestra cultura y, tratándose del Quindío, es un pionero de su colonización, un mojón de su historia.

El relato de “Manuemico”, uno de los celebérrimos guaqueros de todos los tiempos en el Quindío, es el de un guaquero típico, de no importa qué departamento de nuestra patria. Y es el prototipo incluso en su apodo, pues todos tienen uno, que lo identifica y distingue de los demás, apodo que adquirió por cariño de sus compañeros, o bien por su parecido con un animal, o por su comportamiento, por un defecto, o sea por mil causas. De todas maneras, esta es la historia de un guaquero cualquiera, en cualquier tiempo, en un lugar cualquiera.

Apenas hube pisado la puerta de mi oficina, saludó la secretaria, desde lejos y sin dar tiempo para saludar, dijo:

—Oiga, doctor, dos señores lo han venido a buscar varias veces. No me quisieron decir para qué. En todo caso, dizque dentro de una media hora vuelven.
—Señorita, pero ¿no sabe usted para dónde se fueron o dónde están?
—No, doctor, no es nada, pero me parece que saben estar en el café de la esquina.
—Muy bien, pues los voy a esperar unos minutos, nada más, ya que me tengo que ir para una reunión urgente.

Al poco rato de estar esperando, entraron dos señores, medio campesinos ellos, a juzgar por su indumentaria, y preguntaron por mí.

—A la orden, dije.
—Vea, dotor —dijo uno— quisiéramos conversar con usté una cosita, si n’ués mucha molestia.
—Con mucho gusto, hombre. Ya voy para allá —les respondí—.
—En qué les puedo servir —les manifesté, una vez estuve con ellos—.
— ¿Verdá, dotor, quisque usté es hijo del finado Manuel Gutiérrez?
—Sí, señor, yo soy hijo de él.
—Vea, dotor, yo lo conocí a usté chiquitico. Yo guaquié con su papá. Ese si era todo un cachaco. Nosotros fuimos muy amigos y él fue pa mí como un padre. Usté sí que se parece a él, no siamos tan pendejos.

Yo le agradecí e iniciamos una charla sobre guaquería, que se prolongó por largas horas, no obstante que yo tenía una cita con unos amigos para asistir a una reunión.

—Dotor, usté si le salió a su papá ¿y le gustan tanto las guacas? —preguntó uno.
—Claro que sí, hombre —le contesté—
—Es quia quí le traigo unas pendejaditas, pa ver si le gustan.

Diciendo esto, desamarró un costal viejo y sacó unas tacitas de barro, más o menos bonitas, pero no eran del otro mundo. Eran en total, unas seis. Yo las contemplé con curiosidad, más por cortesía que por su belleza, pues eran muy comunes en la región y uno podía conseguirlas iguales en cualquier parte. Pero mi aparente entusiasmo, puso muy contentos a los guaqueros, en especial a uno de ellos que no cesaba de hablar un sólo instante.

—Bueno, pregunté yo— y qué más sacaron; qué hubo del amarillo; ¿no tenía nada más el indio?
—Apenas una nariguerita y unos torzalitos, pero regularcitos, más bien feítos. La nariguera es de tumbaga y los torzales son d’ioro forrao. Diciendo esto, sacó del carriel un paquetico o, mejor, una cajetilla de cigarrillos, amarrada con hilo negro.
—Vea, dotor, aquí tiene el orito. El indio como que estaba muy pelao, parece que s’iabía enterrao de güida de las deudas. Pero, bueno, algo es algo— agregó.
—Pero, dotor, esto de verdá no vale la pena, pero ríase de las guacas que tenemos catiadas. Cuando pienso en ellas me va dando como un temblorcito y unas cosquillitas lo más de raras, como diciéndomen que con ellas voy a salir de pobre. Vea, apenas tenga yo esa plata en el costal, voy a humillar hasta ese señor que llaman Roquefeyer, de los Estados Unidos.

A mí me dio cierta risita de ver ese guaquero tan exagerado. Pero le seguí la corriente, por lo menos para oírlo meter mentiras y contar cuentos, pues son muy agradables, entre otras cosas. Luego le dije:

—Oiga, amigo, pero ¿no serán unos “monitos” los que usted tiene catiados? Esto que usted trajo no pasan de haber sido sacados de un “monito” de esos —agregué yo, tratando de dármelas de que sabía mucha de esas cosas, pero lo hice más que todo, por escuchar su respuesta.

El guaquero se río, al tiempo que respondía:

-Eh Avemaria, dotor, usté sí que sabe d’estas cosas. Me jodió. Le voy a confesar que rialmente sí saqué esas cositad d’iun “monito”. Yo lo saqué pa no déjalo volar, pero a mí no me gusta sacar sino guacas de primera, grandes y de ilusión.

El guaquero aceptó mi tesis por halagarme, no cabe duda, porque ¿qué iba yo a saber que sus cosas las habían sacado de un “monito”? Yo lo había dicho simplemente por decirlo.

—Bueno, hombre —dije a mi turno— ¿cuánto valen esas cositas de barro y el orito?

—Qué van a valer, dotor, ni de riesgos que yo le vaya a cobrar a usté por eso. Yo se las traje de regalo, porque usté es de los mismos de nosotros. Y, además, su papá fue como un padre pa conmigo, como ya le dije. Vea, si me va a pagar por eso, más bien las vuelvo a empacar y me las llevo. Yo se las regalo, dotor, y nada más.

Yo le agradecía muy efusivamente, aunque me daba gran pena aceptar este regalo. Pero ante su insistencia, no tuve otro recurso que recibirlo. Luego le dije a la señorita que pidiera tinto al café, lo que hizo inmediatamente. Al calor del humeante tinto, seguimos nuestra animada charla.

—Dotor —dijo el guaquero parlachín— yo no sabía quia usté le gustaban tanto las guacas, o si no le hubiera traído las bellezas de piezas que saqué en estos días. Yo vendí unas alhajas tan lindas qu’iaunque me dieron muy buena plata por ellas, tuavía tengo remordimiento d’iaberlas vendido. Eran tan bonitas, qu’ese mister se las llevó quisque pa un museo de Nueva Yor o de Londres. Vea, que yo hubiera sabido, aquí estaban todas esas piezas. Pero nunca es tarde —continuó-. Yo creo que en las guacas que tenemos catiadas vamos a sacar cosas del otro mundo. Si la “quintorera” y el “cajón de cola” que dejamos catiadas no tienen nada, me dedico a domar micos o a sacar entierros. Oiga, dotor-, ahora que digo algo sobre entierros, yo sé dónde hay unos que qués sino ir apañar el oro. En esto interrumpió el otro guaquero, quien dijo:

—Oítes, “Manuemico”, ¿por qué no le contás al dotor de las luces qu’emos estao viendo en guadual, en la finca de don Pedro Jaramillo?

—Hombre, no jodás, no me llamés así que me vas hacer dar pena del dotor —dijo el guaquero haciéndose el turbado. Luego prosiguió:

—Dotor, no le pare bolas a ese apodo que me tienen estos pendejos. A mí no me gusta que me llamen por apodos, y al principio casi mato a más de diez que me decían así, pero ya me acostumbré. Claro qu’el que no me conozca y me llame por ese apodo, vea dotor, tiene qu’enterrase mil varas pa debajo, porque le sobra cuchillo. Oítes, “Rabuegurre”, no me volvás a llamar por el apodo delante de la gente civilizada cómo el dotor, que miasés caer la cara de pena.

—Sino jué pa oféndelo, hombre —contestó al que llamó “Rabuegurre”—. Jué que se me safó. Pero contale al dotor lo que las luces, que le va a gustar más harto qu’el diablo.

-Bueno, dotor -dijo el guaquero, apodado “Manuemico”— es que nosotros hemos estao guaquiando en la finca de don Pacho Saldarriaga y ahí al punto frente, en la propiedá de don Pedro Jararnillo, en un guadualito qu’iai, ríase usté el modo de alumbrar ya por la tardecita. Nosotros hemos mirao y mirao p’allá a eso de las seis de la tarde y entre más denoche, más llama se ve. Eso parece que se estuviera quemando el guadual. El dueño de la finca aonde estamos nos dice que talvez allá esté el entierro de don Arturo Rodríguez, qu’era muy rico y que decían enterraba la plata, en libras esterlinas.

El guaquero “Manuemico” iba emocionándose más y más, a medida que avanzaba su historia, lo que me contagiaba a mí también.

—Dotor, yo he tenido muchas ganas d’ir a pegar unas catiaitas a ese guadual, pero ese señor Jaramillo como qu’es muy jodido y no le da permiso’a nadie. Si usté juera amigo d’ese señor, usté nos conseguía el permiso y así si la pegábamos todos. Tenga la seguridá que si no es un entierro, por lo menos debe haber guacas más lindas qu’el diablo, pues no vaya a creer qu’esas llamaradas son d’iun entierro de pobre o d’uiuna guaca pelada. Yo por mi parte creo qu’es una guaca, porque los entierros no son así, aunque también he oído muchos cuentos de luces, pero no así tan enverriondaos. Vea, en la casa aonde estuvimos estos días, asustan a uno hasta a pleno sol. De noche vemos lucecitas y toda clase de ruidos, pero nunca como lo qu’iuno ve en la finca de don Pedro, allá en el guadual.

—Bueno, y si asustan en la casa que estaban ustedes, ¿por qué no sacaron el entierro? —pregunté yo.

—No, qué vamos a ponernos a sacar entierros de pelaos. Con unas guacas, catiadas como las que tenemos y con la quiai al frente, dónde don Pedro, vamos a gastar tiempo sacando éntierritos pendejos. No, mi dotor con nosotros es más hondito aoye?

Yo acepté la explicación y luego le pedí que me siguiera contando lo de las luces y llamaradas que veían donde don Pedro. Yo les dije:

—Yo conozco mucho a don Pedro Jaramillo y creo que pueda sacarle el permiso. Espero que no me lo niegue —agregué—. Y si llegaba a negarme, por cualquier razón, yo tengo unos amigos, parientes de él, que a ellos sí les da el permiso para echar unos caleitos.

Esto alegró inmensamente a los guaqueros, que bailaban en una pata, como dicen ellos.

—Eh Avemaria, dotor, ya ve que nosotros si le pagamos al qu’era. Usté es la mano de Dios en un frasquito. Oites, “Rabuegurre”, que vamos a guaquiar donde don Pedro. Ahora sí, adiós peladez.

“Rabuegurre”, dijo:

—Bueno, compadrito, muy bien, pero cómo vamos a hacer, acuérdese qu’iusté es muy miedoso pa eso de métese al monte. Arrecuérdese quiusté le tiene miedo a la “patasola” y a la “madremonte” y quiusté lo han espantao muchas veces.

Sin dejarlo terminar, y como con gran vergüenza, el que llamaban “Manuemico” interrumpió:

—Vea, “Rabuegurre”, yo le había dicho eso a usté pásele dar miedo del monte, nada más, pero pa que sepa di’una vez por todas yo no le tengo miedo a nadie. Entre más me asustan, más me gusta. Y eso de la “patasola” no son sino cañas de la gente y pasustar muchachos chiquitos. Pero a mí la tal “patasolita” no me va a hacer dar miedo. Vea, la cojo, le arranco la otra pata y me la aso en una vela y me la jarto en menos de lo que se persina un cura. Y miedito a mí de la “madremonte”? No siá tan pendejo, hombre, yo he dormido muchas veces con esa vieja, pa que sepa. Más miedo me tiene ella a mí, que cuando duermo con ella me dice por la mañana, cuando le estoy dando duro: “papacito, no me pegue más, que me va a dañar el cuero”. Mejor dicho y pa que no jodás más con ese cuento, yo estos enmosao con la “madremonte”. No había contao este chisme, pa no perjudícala a ella.

En esto yo me reí de muy buena gana, de ver ese par de mentirosos. Yo les seguí el hilo, pero al mismo tiempo muy entusiasmado con los cuentos. Luego el muy azaroso “Manuemico” dijo:

—Bueno dotor, siusté es capaz de conseguir ese permiso, nosotros nos vamos a guaquiar p’ayer. ¿Cuándo va usté a hablar con don Pedro?

—Voy a ver si lo localizo en la casa. Espérenme un momento —respondí—.

Llamé por teléfono y para la buena suerte, don Pedro aún estaba en la casa. Tuvimos una larga y animada charla y finalmente el señor Jaramillo accedió a dejar guaquear en su finca, por tratarse de mí. Esto lo agradecí mucho. Luego nos despedimos.

Con la cara llena de alegría retorné donde los guaqueros para comunicarles la buena nueva. Les dije:

—Ustedes sí son los más de buenas del mundo. Don Pedro me dio permiso para dejarlos guaquear a ustedes, pero, eso sí, con la condición de no tirársele la finca. Que hueco que abran, lo tienen que volver a tapar muy bien, por chiquito que sea. Ahora, que la guaca que saquen, la tienen que tapar bien apisonada, sin nada de “zarzos”, como dizque hacen ustedes.

—Eh, Avemaría dotor, ¿usté nos cree capaz d’iacer eso de tapar con “zarzo”? ¿Unos guaqueros como nosotros ir a dañar una finca tan bonita, o dejar un güeco pa que se mate una res? No, dotor, ni riesgos. Pierda cuidao que los rotos que hagamos, los volveremos a tapar de manera que no se quede notando.

—Bueno, así espero, porque yo ya me comprometí con don Pedro y hasta le dije que yo respondía por ustedes. De manera que no me vayan a dejar mal.

—Pierda cuidao, dotor. Nosotros le prometemos y juramos por lo que más quiera que no lo hacemos quedar sucio.

—Bueno. Ahora viene otra parte —agregó el doctor—. Don Pedro exige que se le de la cuarta parte de lo que saquen y que se reserva el derecho de controlarlos a ustedes, porque en otras ocasiones los guaqueros se han volado con la parte de él. Precisamente por eso es por lo que no deja guaquear, porque está muy “soguiao”, como dicen. Así que si ustedes se someten, entonces da el permiso, pues, de lo contrario, ni pensarlo más. Ustedes verán.

—A mí me da mucha pena, dotor, que sian tan desconfiosos con uno qu’es gente honrada. Vea, yo nunca le he robao a nadie y mucho menos al que me da gastos y me deja guaquiar en su finca. No faltaba más. Ni que yo fuera un desagradecido.

Eso lo decía con una cara de seriedad que hasta uno que los conoce tan bien, le creía. Sin embargo, uno le veía esa cara de malicia, de mentiroso irreductible, que bien sabía que ya estaba armando la trampa, “pa móntalo a uno”, según su propio lenguaje.

—Muy bien, dotor —volvió a decir “Manuemico”—. Usté que ya nos consiguió el permiso, ¿no nos va a gastiar pa la guaquería? Ahora si le llegó a usté el turno de desquitase, dotor.

Yo ya me esperaba ésto y, por eso, lo que decía “Manuemico” no me sorprendió en lo más mínimo. Antes se había demorado mucho en mandarme el “sablazo”. Además, yo ya estaba muy acostumbrado a estas cosas y no esperaba algo distinto a lo que me pedía.

—Bueno, ¿qué dice, dotor, se mete con nosotros, o nó? Ahí tiene, pues, la oportunidá pa que consiga plata d’íuna vez.

—Bien —le dije— voy a gastearlos por primera y última vez, puesto que son tantos los que me han sacado plata para guaquear, que si la tuviera junta, ya estaría más que rico. Así que voy a ensayar con ustedes, que parecen honraditos.

Oiga, dotor, a usté no le va a pesar habése metido con nosotros. Dicen p’uai que los guaqueros quisque son muy mentirosos y muy picaros, pues le voy a demostrar qu’eso n’ués verdá y que nosotros somos distintos. Ya ve, en esto ni parecemos guaqueros. A mí a veces me da hasta pena ser tan honrao, agregó “Manuemico”.

—Además —dije— me tienen que estar avisando cómo va la guaquería o no vuelven a coger un peso más conmigo. Cuando ya estén para sacar una guaca, o mejor, para barrerla, me avisan para ir a vigilar la barrida.
—Pierda cuidao, dotor. Yo mismo lo llevo cuando estemos pa barrer cualquier guaca, dijo “Rabuegurre”.
—Ahora —dije—ustedes ya saben que a mí me toca una cuarta parte como gastero y que a don Pedro otra cuarta, como dueño de la finca. Así que esto queda muy claro, ¿entendido?
—No, dotor, no se priocupe por eso. Haga de cuenta que ustedes ya tienen la plata en el bolsillo. Yo más bien le quito la comida de la boca a mi madre, aunque se esté muriendo de hambre, que quítales yo a ustedes la parte que les toca.

En esto me recordaba de dos anécdotas, de dos cuentos verídicos, que ilustran precisamente lo que son los guaqueros, cuando se trata de partir lo que se saca en las guacas, y las estratagemas que utilizan para robarse unos a otros. A uno no le queda más que dar los gastos, pero sin muchas ilusiones de que le vaya a tocar alguna cosa. Me refería mi padre, viejo guaquero que conocía todas las mañas de sus colegas, lo siguiente:

 

Código: CLTC 601N

Año de recolección: 1985

Departamento: Quindío

Municipio: Armenia

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Jesús Arango Cano

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino. Colombia

Año de publicación: 1985

 

 

El sueño del guaquero. Parte 2

—Vea mijito —me decía— estos guaqueros son tan picaros que me recuerdo muy bien de doña Domitila, una vieja vecina de la finca de nosotros. Esta señora era muy buena, muy honrada y supremamente maliciosa. A ella le gustaba mucho la guaquería y le daba gastos a los guaqueros, pero, eso sí, los controlaba hasta cuando iban al cafetal a sus necesidades. Bueno, una vez le dio gastos para guaquiar a un tal “Monosabroso”, uno de los más conocidos, de los mejores guaqueros de la región. Lo llamaban “Monosabroso”, porque, según él su sudor era muy dulce y por eso le perseguían mucho las avispas y las abejas. Bien, después de unos días de estar guaquiando “Monosabroso”, dio con una guaca muy bonita, de gran porvenir. Llegó el día feliz de la barrida de la guaca. Doña Domitila había estado presenciando la sacada, desde que ya lo habían definido bien. Cuando llegaba el momento preciso de la barrida, doña Domitila acostumbraba hacer empelotar a los guaqueros, para que no la fueran a robar. Claro que no quedaban propiamente en almendra, pues le hacía poner un pañuelo, a manera de vestido de baño, nada más. Bien, en esta ocasión le dijo a “Monosabroso”:

—Ve, ole, anda y te quitas esos chiros y pónete este pañuelo pa que te tapes esa porquería. Y cuidadito con trágate las piezas chiquitas cuando estés barriendo.
—Así fue —prosiguió mi padre—. El guaquero se amarró el pañuelo, como dijo la gastera, no sin antes protestar por la desconfianza. Bien, comenzaron a barrer la guaca, pero no daban señales de estar sacando cosa alguna. La espera era tremenda para Domitila. Por allá, al mucho rato, vio que subía “Monosabroso”, por los rústicos escalones de la guaca. Ya afuera, el guaquero dijo:

—Esa maldita guaca no tenía nada, misiá, nos jodimos. Pero doña Domitila, mirándolo más abajo del ombligo, le interrumpió y le manifestó:

—Ole, “mono”, ¿a vos sí que te creció harto el cacao en esa guaca? ¿Qué te pasó, mostrá a ver?

Y diciendo esto, le mandó la mano y le arrancó el pañuelo. Al tiempo que esto hacía, cayeron al suelo un poco de narigueras, torzales, patenas, unas chapolas y otras piezas de oro todas muy hermosas.

El guaquero no dijo nada y hasta se rio. Sin embargo, cínicamente le dijo a doña Domitila:

¿Cómo le parece la pendejadita de guaca que estamos sacando? Allá abajo hay más oro, yo apenas saqué la muestra. Esto es pa usté. Lo traje escondido pa qu’el compañero no se diera cuenta que yo le traía a usté este regalito. Ahora, misiá, guarde bien esto pa que después partamos todo. Yo me vuelvo pa la guaca. Y de inmediato comenzó a descender, pero ya sin el pañuelo, pues doña Domitila ni eso le dejó poner ahora que lo había cogido en la trampa.

Yo recordaba este incidente que tanto ilustraba la picardía de los guaqueros, sus estratagemas. Pero, de súbito, me venía otro caso, en el que decía muy a las claras, la malicia y los recursivos de aquellos.

—Una vez -decía mi padre— había una compañía de guaqueros sacando unas guacas en una región muy rica. Ya habían “catiao” unas guacas muy hermosas, especialmente una “carminera” que prometía plata toda la que se quisiera. Se le pusieron a la pata a esta guaca y empezaron a sacarla. Cada que bajaban una vara más, más linda parecía la maldita. Le dedicaron varios días, pues era hondita. Era, además, muy sana y muy linda. Bueno, finalmente llegaron al plan y ya estaba casi lista para barrerla, pero era muy tarde y no se veía nada, así que dejaron para barrerla muy al alba. Se fueron a comer y luego a dormir, para poder madrugar.

Bueno, tarde en la noche, uno de los guaqueros, “Bozuechucha”, por más señas, se levantó porque se sentía muy enfermo del estómago. Al salir, un compañero le dijo:

—¿Qué le pasa amigo?
—Hombre, que me siento más mal qu’el diablo. Yo creo que me hicieron daño los frisóles vinagres y esa maldita carne rancia que nos dieron, agregó.
—Bueno, el guaquero salió a un cafetal que había al pie de la casa. Al rato retornó. Luego, pasada una media hora, volvió a sentirse mal y de nuevo al cafetal. Estaba como tan enfermo, que a cada momento tenía que salir a los mismos menesteres. Ya pasadas muchas veces de este insuceso, un guaquero que estaba despierto, le comentó:
—Eh, Avemaria si usté está bien jodido. Si sigue así, se va a voltiar al revés.
—Sí, hombre, me tragó la tierra —respondió “Bozuechucha”—. Vea, si sigo así tan jodido, me madrugo pal pueblo. ¿Vos te encargas de que no me vayan a robar mi parte? Lo espero en el café “Londres”, pa que me lleves mi parte.
—No faltaba más —dijo el guaquero, muy compadecido—. Con mucho gusto, compita, ojalá que no se tenga qu’ir. Pero si se va, allá le llevo lo que le corresponda, sin dejarle robar ni siguiera una pelusa.
—El guaquero le agradeció y después salió de nuevo al cafetal. Ya amanecía cuando se levantaron todos los guaqueros, cada cual más emocionado para ir a barrer la “carminera”, que los iba a sacar de pobres. Pero no dejaban ir a nadie adelante, ya que cada uno desconfiaba del otro. Así que todos salieron juntos a barrer la guaca.

Al llegar, vieron como tierra movida, pero no se dieron por entendidos, ni sospecharon nada. Los dos más experimentados se bajaron a barrer la guaca. Una vez estuvieron abajo, uno gritó:
—Nos robaron la guaca. Ya la barrieron. Y, diciendo ésto, empezaron a salir por los escalones de la misma.
—Una vez afuera, los dos guaqueros exclamaron casi simultáneamente:
—Se robaron la guaca por la noche. Quién sería el jijueputa. Y de pronto, cayeron en cuenta de lo que había sucedido.
—Apuesto —dijo uno— a que fue ese bellaco de “Bozuechucha” que se la robó.
—Sí, si fue ese jijueputa. Ese daño de estómago que tenía, n’uera si no pa salir de noche a barrer la guaca. Ah miserable, desgraciao, degenerao, ladrón.
—Bueno, qué no le dijeron. Unos hablaban de que iban a buscarlo para matarlo por pícaro; otros lo maldecían de lo lindo, en forma tal que daba hasta miedo que de pronto cayera un rayo y matara a todo el mundo.

Sí, había sido “Bozuechucha”. Cada que se levantaba, era para ir barriendo la guaca. Y en la última salida era que ya tenía todo listo para volarse con todo el oro que había sacado. Esto sucedió hace varios años, pero todavía los guaqueros lo están buscando y maldiciendo, pues, según ellos, nunca les habían hecho una bellaquería igual, ni habían dado con un compañero tan ladrón.

Bien, estas dos historias siempre me vienen a la cabeza, cada vez que voy a dar gastos para guaquear, pues sé que no me va a tocar nada, ni aun estando en el mismo hoyo de la guaca, barriéndola con los guaqueros, ya que no se sabe qué picardía le hagan a uno en el último momento.

Todo esto pensé en un instante, antes de dar los nuevos gastos para ir a sacar las guacas en la finca de don Pedro Jaramillo. Les di inicialmente unos pesos, nada más, pero les seguiría aflojando a medida que fuera viendo las perspectivas de la guaquería. Esta era mi única defensa, pues no había otra que se me ocurriese, esto es, soltarles gastos, poco a poco.

Los guaqueros recibieron la plata y se aprestaron a salir, no sin antes agradecerme con gran zalamería y darme todas las seguridades del caso, de que taparían bien los hoyos y que no se robarían un centavo, jurándome todo ello por la madre que los había traído al mundo. Ya eran las dos de la tarde, y eso que yo tenía una cita urgentísima a las diez de la mañana. Esto le pasa a uno cuando es “gomoso” por estas cosas y se encuentra con unos guaqueros como los que acababan de estar en la oficina: buenos conversadores, mentirosos en extremo y llenos de cuentos para hacerlo entrar a uno o, mejor, para “montarlo en la vaca”. Gajes del oficio, dice la gente. Era sábado. Ya el lunes empezaría la guaquería en la finca de don Pedro Jaramillo.

Muy de mañana el lunes, ya los dos guaqueros y un ayudante, estaban echando los primeros cateos en el guadual de la finca de don Pedro. Estaban, por cierto, estrenando mediacaña y habían comprado como “cachos” nuevos y muy buenos, igual que había conseguido lazos gruesos y muy finos. En fin, se iniciaba la guaquería en forma y bajo los mejores augurios, pues el lugar no dejaba nada que desear y era sitio codiciado por los guaqueros, desde tiempo atrás, pero que debido a la obstinación de don Pedro en no dejar guaquear en su finca, los había tenido alejados. Ahí estaban los tesoros, todos juntitos. Ahora no tocaba sino ir a sacarlos, y eso era precisamente lo que iban a hacer los guaqueros bajo mi protección o, mejor mis bien patrocinados guaqueros.

El primer día, ya habían “catiao” unas cinco guacas, a cuál de ellas más hermosa, según ellos, pues esa misma noche vino “Manuemico”, muy emocionado, a contarme cuentos y a asegurarme que nos íbamos a llenar.

—¿No le dije, dotor? Hoy nos catiamos cinco bellezas, entre ellas una “matecañera”, que si yo tuviera plata aquí mismo le compraba la parte suya, por lo que me pidiera y sin pedirle rebaja. Ahora sí nos desvaramos. Mañana por la mañanita comenzamos a sacar la “matecañera” y apenas estemos pa barrela, vengo por usté pa que nos acompañe.

Quizá yo estaba más emocionado que el mismo guaquero, pues la fantasía de éste me puso las cosas en punto tal, que yo ya no vendería mi parte por ningún dinero. Yo le creí a pie juntillas, hasta el punto que tuve la intención de proponerle compra por la parte de ellos. Bueno, nos despedimos y quedé de ir allá de un momento a otro.

Al día siguiente, muy de madrugada, ya los guaqueros empezaron a sacar la guaca que les había parecido más prometedora y bonita: la “matecañera”. Ya la tenían “encerrada” y sabían el punto exacto donde estaba. Empezó la labor. Ya a las dos varas de profundidad, montaron la “manegueta”, con todos sus aditamentos, para comenzar a sacar tierra, pues ese tipo de guaca por lo general es honda y precisa de un buen equipo para vaciarla. Ya en las horas de la tarde todo funcionaba a la perfección.

El miércoles en la mañana, ya estaban trabajando en forma y la guaca, a medida que ahondaban, más hermosa y prometedora parecía. A eso del mediodía, ya habían bajado bastante, tanto que por la tarde la estarían barriendo.

Así fue como por la tarde ya se disponían a barrer la célebre guaca. El trabajo durante el día había sido particularmente intenso y habían botado tierra a diestra y siniestra. Como para cambiar un poco, “Manuemico” ahora estaba “maneguetiando”, mientras que los dos compañeros estaban dando los últimos toques para barrer la guaca. Mientras esto hacían, “Manuemico”, con una totuma, sacó un poco de agua de una olla grande y comenzó a beber el precioso y refrescante líquido, con verdadero deleite, como suele acontecer en casos como éste, después de una larga jornada de trabajo intenso, a pleno sol. Luego de beber hasta la saciedad, “Manuemico” se sentó al pie de uno de los horcones u horquetas que servían de sostén a la “manegueta”. El breve descanso le fue dando una especie de sopor, un sueñito en extremo difícil de controlar. De pronto comenzó a decir:

—“Rabuegurre” déjame yo empiezo a barrer la guaca, vos todavía sos muy machetero, muy chambón, y lo que pasa es que te tiras todo. Presta los “cachos” y el recatón chiquito, yo empiezo a barrer.

El guaquero comenzó la barrida, con sumo cuidado, como para no ir a dañar ninguna pieza.

—Hijue los infiernos, ya no había visto tanto oro junto. Mirá, mirá aquí está el “enzamorrao”; sí, nos sacamos el “enzamorrao”. Bendita sea la Virgen y Midiosito también. Por fin vamos a salir de pelaos. Vé. Mira aquí está el indio acostao y todito lleno d’ioro. Vea qué corona tan hermosa; y esas narigueras grabadas y de punto amarillo.

Todo lo iba haciendo a un lado, amontonando oro y más oro.

—No siamos tan pendejos, gritaba “Manuemico”. Qué cosa tan linda es esta guaquita. Ahora si nos llenamos. Miren esta polainas d’ioro; vean este bastón. No, vean más bien esta cantidad de cocuyos, chapolas, lagartos y ranas, todo de purito oro fino. Qué belleza, qué dicha, hombre. Pero no toquen, que después partimos. No joda, hombre, no toque las piezas que las va a quebrar. ¡No, no toque, no toquen!

Esto gritaba “Manuemico” cuando salió uno de los compañeros de la guaca y le pegó un empujón al tiempo que le decía:

—Qu’infiernos le pasa, hermano, que desde hace rato está hablando y gritando com’ un diablo. Yo lo he estado llamando y jalando el canastro pa que saque la tierra y usté no contestaba.
—¿Qué, qué? —preguntó “Manuemico”, soñoliento y todo asustado—. Aonde está el oro, ya se lo van a robar, ¿aónde está?
—Cuál oro, vos si estás más loco qu’iun putas. Era quiusté tenía una pesadilla, ¿o qué? Ah, por eso era que no contestaba cuando lo llamaba.
—No joda, hombre —dijo “Manuemico”, un poco asustado, pero más desengañado que otra cosa. Su sueño había sido una verdadera maravilla y por eso era por lo que no quería creer lo que estaba viendo y oyendo ahora.
—Cómo así que yo estaba soñando? No, no creo. Pero si yo mismo saqué el oro; yo mismito barrí la guaca y amontoné el oro allí. Sí, allí. Vea.
—Y, diciendo esto, miró a su alrededor, pero no vio nada. Pronto volvió a la realidad y constató que todo había sido un sueño, un dulce y maravilloso sueño, que se convirtió en una terrible pesadilla, por su irrealidad al despertar.
—Bueno, pero quiubo de la guaca. Ya la vamos a barrer, ¿o qué?, preguntó “Manuemico”.
—Ríase de las malas, contestó el otro, esa maldita guaca se asentó, no era sino un amago.
—¿Cómo quiún amago? Si yo mismo la catié y todo. No, no puede ser. Pues baje y verá usté mismo, dijo el otro guaquero.
—Yo sí bajo, porque esa si no me la meten a mí, a un guaquero que le salieron los dientes guaquiando y ya usté me va a decir que no sé nada. Y sin dar para más, comenzó a bajar, colgado del lazo de la manegueta, manejada ésta por el compañero. El guaquero, ya en el plan, miró por todas partes, buscando la sombra de la bóveda, pero nada, absolutamente nada encontró. Buscó en el piso, rebujó por las paredes y constató que no había nada. El desengaño fue tremendo. Subió de nuevo y le dijo al compañero:
—Usté tenía razón. La guaca no era sino un amago. Yo no me imagino cómo pasó ésto. O es que los indios eran unos verracos pa esconder el oro, o yo soy un pendejo pa guaquiar.
—Hombre —continuó diciendo— yo que le había dicho al dotor Guitérrez que lo iba a invitar pa que viera barrer la guaca. ¿Ahora con qué le voy a salir?.
—Pues, no diga nada, hágase el pendejo —agregó el otro-. Sigamos sacando las otras guacas y puede que le peguemos a una bien rica. Aquí tenemos cuatro más ya catiadas, así que no s’iá perdido nada.
—Ya ve que sí —asintió “Manuemico”— Usté tiene mucha razón. Esta guaca fue un amago, entonces la buena, la verdadera debe estar por aquí no más. Esos indios sabían mucho como despístalo a uno, pero yo les voy a probar que soy más jodido qu’ellos— agregó.

Luego de esta breve charla, dejaron a uno de los compañeros tapando la guaca, mientras que ellos seguían catiando un poco más, antes de empezar a sacar una de la ya señaladas en otra ocasión.

Esta historia de “Manuemico” y “Rabuegurre” es la historia de cualquier guaquero, del sueño de ese personaje que es el guaquero, siempre lleno de ilusiones, pensando que la guaca que va a sacar es la buena. Así saqué mil y todas peladas. En esto se parece mucho al cafetero, que siempre cree que la cosecha que viene es la buena y así pasan los años buscando el desquite, que no llega.

Esta es la historia de los guaqueros, de todos los guaqueros, siempre tras una ilusión. Y, si por casualidad, por azar, el destino le depara una guaca buena y bien rica, la saca, vende el oro, lo despilfarra, vuelve a quedar “pelao” y sigue en pos del mismo sueño, de la misma ilusión de tesoros que no llegan sino en forma muy esquiva, pero, mientras tanto, gozan de esa ilusión, de ese sueño maravilloso de fabulosos y fáciles tesoros.

 

Código: CLTC 602N

Año de recolección: 1985

Departamento: Quindío

Municipio: Armenia

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Jesús Arango Cano

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino. Colombia

Año de publicación: 1985