Es el guaquero, uno de esos personajes que, con el correr del tiempo, van convirtiéndose en parte del acervo cultural de los pueblos. En el caso específico del Quindío, el guaquero es parte insustituible de su historia contemporánea o, mejor, de su historia reciente. Para el Quindío, el guaquero es, simplemente, el pionero de su colonización. Fue este personaje el que, cuando esta región no era sino el conjunto de espesas montañas, vino a sus tierras en busca de fortuna y más propiamente de los tesoros que se encontraban en las tumbas de sus antiguos pobladores, los aborígenes, quindos, pijaos y quimbayas, que ocuparon su suelo en diferentes épocas de su prehistoria y su historia. El guaquero vino al Quindío a desenterrar los sepulcros indígenas. Llegaron por millares, atraídos por las inmensas riquezas que algunos con suerte habían extraído de las violadas sepulturas nativas.
Algunos de esos guaqueros venían única y exclusivamente a “guaquiar”, mientras que otros de más visión, vieron en esta tierra un suelo fértil, un clima excelente y una hidrografía bien distribuida, condiciones óptimas para una agricultura intensiva y variada. Si aquí no producía el suelo, no produciría en ninguna otra parte del mundo. Y así fue como unos, al amparo de la guaquería, fueron dedicándose a adquirir terrenos para abrirlos y hacer fincas. Fue esta la iniciación de la colonización, propiamente dicha.
En esta forma el guaquero se convirtió en el elemento precursor, en el pionero de la conquista y colonización del Quindío. Pero este guaquero también era un individuo de relieve, personaje “típico” —como diría un gringo o un europeo— en el viejo Antioquia, Caldas, Risaralda, Tolima y Valle del Cauca. También lo ha sido y es en otros departamentos, es cierto, pero ha sobresalido especialmente en el Quindío, Risaralda y Antioquia, y más en el primero que en los demás.
El guaquero ha sido aventurero, ante todo. Sí, ha sido un aventurero en procura permanente de tesoros, ya sea guaquiando o sacando entierros, porque estas dos cosas como que andan unidas, por afinidad, muchas veces lo uno conduciendo a lo otro. Este personaje, por lo general es un hombre de fácil expresión, en extremo lenguaraz, dicharachero por naturaleza y, sobre todo, locuaz y mentiroso hasta la exageración. Es, sin lugar a dudas, un hombre que sabe mil cuentos y cómo contarlos con gracia. Conoce una y mil historias de espantos, asustos, entierros, brujas, guacas que alumbran, amén de un número incontable de cuentos de la “patasola”, la “madre monte”, en fin de todo aquello que tanto nos sorprendía y asustaba en los primeros años de nuestra juventud y que hoy también es deleite de quien tiene la oportunidad feliz de oír sus cuentos y relatos, sus historias, sus exageraciones, sus exorbitadas mentiras. Esto es un pasatiempo de jóvenes y viejos de hoy, como lo fuera para los de ayer. Así, la conversación del guaquero es amena, graciosa, salpicada de chispazos, ingenio y fantasía. Este personaje pertenece, de esta manera, a nuestro folclore a nuestra cultura y, tratándose del Quindío, es un pionero de su colonización, un mojón de su historia.
El relato de “Manuemico”, uno de los celebérrimos guaqueros de todos los tiempos en el Quindío, es el de un guaquero típico, de no importa qué departamento de nuestra patria. Y es el prototipo incluso en su apodo, pues todos tienen uno, que lo identifica y distingue de los demás, apodo que adquirió por cariño de sus compañeros, o bien por su parecido con un animal, o por su comportamiento, por un defecto, o sea por mil causas. De todas maneras, esta es la historia de un guaquero cualquiera, en cualquier tiempo, en un lugar cualquiera.
Apenas hube pisado la puerta de mi oficina, saludó la secretaria, desde lejos y sin dar tiempo para saludar, dijo:
—Oiga, doctor, dos señores lo han venido a buscar varias veces. No me quisieron decir para qué. En todo caso, dizque dentro de una media hora vuelven.
—Señorita, pero ¿no sabe usted para dónde se fueron o dónde están?
—No, doctor, no es nada, pero me parece que saben estar en el café de la esquina.
—Muy bien, pues los voy a esperar unos minutos, nada más, ya que me tengo que ir para una reunión urgente.Al poco rato de estar esperando, entraron dos señores, medio campesinos ellos, a juzgar por su indumentaria, y preguntaron por mí.
—A la orden, dije.
—Vea, dotor —dijo uno— quisiéramos conversar con usté una cosita, si n’ués mucha molestia.
—Con mucho gusto, hombre. Ya voy para allá —les respondí—.
—En qué les puedo servir —les manifesté, una vez estuve con ellos—.
— ¿Verdá, dotor, quisque usté es hijo del finado Manuel Gutiérrez?
—Sí, señor, yo soy hijo de él.
—Vea, dotor, yo lo conocí a usté chiquitico. Yo guaquié con su papá. Ese si era todo un cachaco. Nosotros fuimos muy amigos y él fue pa mí como un padre. Usté sí que se parece a él, no siamos tan pendejos.Yo le agradecí e iniciamos una charla sobre guaquería, que se prolongó por largas horas, no obstante que yo tenía una cita con unos amigos para asistir a una reunión.
—Dotor, usté si le salió a su papá ¿y le gustan tanto las guacas? —preguntó uno.
—Claro que sí, hombre —le contesté—
—Es quia quí le traigo unas pendejaditas, pa ver si le gustan.Diciendo esto, desamarró un costal viejo y sacó unas tacitas de barro, más o menos bonitas, pero no eran del otro mundo. Eran en total, unas seis. Yo las contemplé con curiosidad, más por cortesía que por su belleza, pues eran muy comunes en la región y uno podía conseguirlas iguales en cualquier parte. Pero mi aparente entusiasmo, puso muy contentos a los guaqueros, en especial a uno de ellos que no cesaba de hablar un sólo instante.
—Bueno, pregunté yo— y qué más sacaron; qué hubo del amarillo; ¿no tenía nada más el indio?
—Apenas una nariguerita y unos torzalitos, pero regularcitos, más bien feítos. La nariguera es de tumbaga y los torzales son d’ioro forrao. Diciendo esto, sacó del carriel un paquetico o, mejor, una cajetilla de cigarrillos, amarrada con hilo negro.
—Vea, dotor, aquí tiene el orito. El indio como que estaba muy pelao, parece que s’iabía enterrao de güida de las deudas. Pero, bueno, algo es algo— agregó.
—Pero, dotor, esto de verdá no vale la pena, pero ríase de las guacas que tenemos catiadas. Cuando pienso en ellas me va dando como un temblorcito y unas cosquillitas lo más de raras, como diciéndomen que con ellas voy a salir de pobre. Vea, apenas tenga yo esa plata en el costal, voy a humillar hasta ese señor que llaman Roquefeyer, de los Estados Unidos.A mí me dio cierta risita de ver ese guaquero tan exagerado. Pero le seguí la corriente, por lo menos para oírlo meter mentiras y contar cuentos, pues son muy agradables, entre otras cosas. Luego le dije:
—Oiga, amigo, pero ¿no serán unos “monitos” los que usted tiene catiados? Esto que usted trajo no pasan de haber sido sacados de un “monito” de esos —agregué yo, tratando de dármelas de que sabía mucha de esas cosas, pero lo hice más que todo, por escuchar su respuesta.
El guaquero se río, al tiempo que respondía:
-Eh Avemaria, dotor, usté sí que sabe d’estas cosas. Me jodió. Le voy a confesar que rialmente sí saqué esas cositad d’iun “monito”. Yo lo saqué pa no déjalo volar, pero a mí no me gusta sacar sino guacas de primera, grandes y de ilusión.
El guaquero aceptó mi tesis por halagarme, no cabe duda, porque ¿qué iba yo a saber que sus cosas las habían sacado de un “monito”? Yo lo había dicho simplemente por decirlo.
—Bueno, hombre —dije a mi turno— ¿cuánto valen esas cositas de barro y el orito?
—Qué van a valer, dotor, ni de riesgos que yo le vaya a cobrar a usté por eso. Yo se las traje de regalo, porque usté es de los mismos de nosotros. Y, además, su papá fue como un padre pa conmigo, como ya le dije. Vea, si me va a pagar por eso, más bien las vuelvo a empacar y me las llevo. Yo se las regalo, dotor, y nada más.
Yo le agradecía muy efusivamente, aunque me daba gran pena aceptar este regalo. Pero ante su insistencia, no tuve otro recurso que recibirlo. Luego le dije a la señorita que pidiera tinto al café, lo que hizo inmediatamente. Al calor del humeante tinto, seguimos nuestra animada charla.
—Dotor —dijo el guaquero parlachín— yo no sabía quia usté le gustaban tanto las guacas, o si no le hubiera traído las bellezas de piezas que saqué en estos días. Yo vendí unas alhajas tan lindas qu’iaunque me dieron muy buena plata por ellas, tuavía tengo remordimiento d’iaberlas vendido. Eran tan bonitas, qu’ese mister se las llevó quisque pa un museo de Nueva Yor o de Londres. Vea, que yo hubiera sabido, aquí estaban todas esas piezas. Pero nunca es tarde —continuó-. Yo creo que en las guacas que tenemos catiadas vamos a sacar cosas del otro mundo. Si la “quintorera” y el “cajón de cola” que dejamos catiadas no tienen nada, me dedico a domar micos o a sacar entierros. Oiga, dotor-, ahora que digo algo sobre entierros, yo sé dónde hay unos que qués sino ir apañar el oro. En esto interrumpió el otro guaquero, quien dijo:
—Oítes, “Manuemico”, ¿por qué no le contás al dotor de las luces qu’emos estao viendo en guadual, en la finca de don Pedro Jaramillo?
—Hombre, no jodás, no me llamés así que me vas hacer dar pena del dotor —dijo el guaquero haciéndose el turbado. Luego prosiguió:
—Dotor, no le pare bolas a ese apodo que me tienen estos pendejos. A mí no me gusta que me llamen por apodos, y al principio casi mato a más de diez que me decían así, pero ya me acostumbré. Claro qu’el que no me conozca y me llame por ese apodo, vea dotor, tiene qu’enterrase mil varas pa debajo, porque le sobra cuchillo. Oítes, “Rabuegurre”, no me volvás a llamar por el apodo delante de la gente civilizada cómo el dotor, que miasés caer la cara de pena.
—Sino jué pa oféndelo, hombre —contestó al que llamó “Rabuegurre”—. Jué que se me safó. Pero contale al dotor lo que las luces, que le va a gustar más harto qu’el diablo.
-Bueno, dotor -dijo el guaquero, apodado “Manuemico”— es que nosotros hemos estao guaquiando en la finca de don Pacho Saldarriaga y ahí al punto frente, en la propiedá de don Pedro Jararnillo, en un guadualito qu’iai, ríase usté el modo de alumbrar ya por la tardecita. Nosotros hemos mirao y mirao p’allá a eso de las seis de la tarde y entre más denoche, más llama se ve. Eso parece que se estuviera quemando el guadual. El dueño de la finca aonde estamos nos dice que talvez allá esté el entierro de don Arturo Rodríguez, qu’era muy rico y que decían enterraba la plata, en libras esterlinas.
El guaquero “Manuemico” iba emocionándose más y más, a medida que avanzaba su historia, lo que me contagiaba a mí también.
—Dotor, yo he tenido muchas ganas d’ir a pegar unas catiaitas a ese guadual, pero ese señor Jaramillo como qu’es muy jodido y no le da permiso’a nadie. Si usté juera amigo d’ese señor, usté nos conseguía el permiso y así si la pegábamos todos. Tenga la seguridá que si no es un entierro, por lo menos debe haber guacas más lindas qu’el diablo, pues no vaya a creer qu’esas llamaradas son d’iun entierro de pobre o d’uiuna guaca pelada. Yo por mi parte creo qu’es una guaca, porque los entierros no son así, aunque también he oído muchos cuentos de luces, pero no así tan enverriondaos. Vea, en la casa aonde estuvimos estos días, asustan a uno hasta a pleno sol. De noche vemos lucecitas y toda clase de ruidos, pero nunca como lo qu’iuno ve en la finca de don Pedro, allá en el guadual.
—Bueno, y si asustan en la casa que estaban ustedes, ¿por qué no sacaron el entierro? —pregunté yo.
—No, qué vamos a ponernos a sacar entierros de pelaos. Con unas guacas, catiadas como las que tenemos y con la quiai al frente, dónde don Pedro, vamos a gastar tiempo sacando éntierritos pendejos. No, mi dotor con nosotros es más hondito aoye?
Yo acepté la explicación y luego le pedí que me siguiera contando lo de las luces y llamaradas que veían donde don Pedro. Yo les dije:
—Yo conozco mucho a don Pedro Jaramillo y creo que pueda sacarle el permiso. Espero que no me lo niegue —agregué—. Y si llegaba a negarme, por cualquier razón, yo tengo unos amigos, parientes de él, que a ellos sí les da el permiso para echar unos caleitos.
Esto alegró inmensamente a los guaqueros, que bailaban en una pata, como dicen ellos.
—Eh Avemaria, dotor, ya ve que nosotros si le pagamos al qu’era. Usté es la mano de Dios en un frasquito. Oites, “Rabuegurre”, que vamos a guaquiar donde don Pedro. Ahora sí, adiós peladez.
“Rabuegurre”, dijo:
—Bueno, compadrito, muy bien, pero cómo vamos a hacer, acuérdese qu’iusté es muy miedoso pa eso de métese al monte. Arrecuérdese quiusté le tiene miedo a la “patasola” y a la “madremonte” y quiusté lo han espantao muchas veces.
Sin dejarlo terminar, y como con gran vergüenza, el que llamaban “Manuemico” interrumpió:
—Vea, “Rabuegurre”, yo le había dicho eso a usté pásele dar miedo del monte, nada más, pero pa que sepa di’una vez por todas yo no le tengo miedo a nadie. Entre más me asustan, más me gusta. Y eso de la “patasola” no son sino cañas de la gente y pasustar muchachos chiquitos. Pero a mí la tal “patasolita” no me va a hacer dar miedo. Vea, la cojo, le arranco la otra pata y me la aso en una vela y me la jarto en menos de lo que se persina un cura. Y miedito a mí de la “madremonte”? No siá tan pendejo, hombre, yo he dormido muchas veces con esa vieja, pa que sepa. Más miedo me tiene ella a mí, que cuando duermo con ella me dice por la mañana, cuando le estoy dando duro: “papacito, no me pegue más, que me va a dañar el cuero”. Mejor dicho y pa que no jodás más con ese cuento, yo estos enmosao con la “madremonte”. No había contao este chisme, pa no perjudícala a ella.
En esto yo me reí de muy buena gana, de ver ese par de mentirosos. Yo les seguí el hilo, pero al mismo tiempo muy entusiasmado con los cuentos. Luego el muy azaroso “Manuemico” dijo:
—Bueno dotor, siusté es capaz de conseguir ese permiso, nosotros nos vamos a guaquiar p’ayer. ¿Cuándo va usté a hablar con don Pedro?
—Voy a ver si lo localizo en la casa. Espérenme un momento —respondí—.
Llamé por teléfono y para la buena suerte, don Pedro aún estaba en la casa. Tuvimos una larga y animada charla y finalmente el señor Jaramillo accedió a dejar guaquear en su finca, por tratarse de mí. Esto lo agradecí mucho. Luego nos despedimos.
Con la cara llena de alegría retorné donde los guaqueros para comunicarles la buena nueva. Les dije:
—Ustedes sí son los más de buenas del mundo. Don Pedro me dio permiso para dejarlos guaquear a ustedes, pero, eso sí, con la condición de no tirársele la finca. Que hueco que abran, lo tienen que volver a tapar muy bien, por chiquito que sea. Ahora, que la guaca que saquen, la tienen que tapar bien apisonada, sin nada de “zarzos”, como dizque hacen ustedes.
—Eh, Avemaría dotor, ¿usté nos cree capaz d’iacer eso de tapar con “zarzo”? ¿Unos guaqueros como nosotros ir a dañar una finca tan bonita, o dejar un güeco pa que se mate una res? No, dotor, ni riesgos. Pierda cuidao que los rotos que hagamos, los volveremos a tapar de manera que no se quede notando.
—Bueno, así espero, porque yo ya me comprometí con don Pedro y hasta le dije que yo respondía por ustedes. De manera que no me vayan a dejar mal.
—Pierda cuidao, dotor. Nosotros le prometemos y juramos por lo que más quiera que no lo hacemos quedar sucio.
—Bueno. Ahora viene otra parte —agregó el doctor—. Don Pedro exige que se le de la cuarta parte de lo que saquen y que se reserva el derecho de controlarlos a ustedes, porque en otras ocasiones los guaqueros se han volado con la parte de él. Precisamente por eso es por lo que no deja guaquear, porque está muy “soguiao”, como dicen. Así que si ustedes se someten, entonces da el permiso, pues, de lo contrario, ni pensarlo más. Ustedes verán.
—A mí me da mucha pena, dotor, que sian tan desconfiosos con uno qu’es gente honrada. Vea, yo nunca le he robao a nadie y mucho menos al que me da gastos y me deja guaquiar en su finca. No faltaba más. Ni que yo fuera un desagradecido.
Eso lo decía con una cara de seriedad que hasta uno que los conoce tan bien, le creía. Sin embargo, uno le veía esa cara de malicia, de mentiroso irreductible, que bien sabía que ya estaba armando la trampa, “pa móntalo a uno”, según su propio lenguaje.
—Muy bien, dotor —volvió a decir “Manuemico”—. Usté que ya nos consiguió el permiso, ¿no nos va a gastiar pa la guaquería? Ahora si le llegó a usté el turno de desquitase, dotor.
Yo ya me esperaba ésto y, por eso, lo que decía “Manuemico” no me sorprendió en lo más mínimo. Antes se había demorado mucho en mandarme el “sablazo”. Además, yo ya estaba muy acostumbrado a estas cosas y no esperaba algo distinto a lo que me pedía.
—Bueno, ¿qué dice, dotor, se mete con nosotros, o nó? Ahí tiene, pues, la oportunidá pa que consiga plata d’íuna vez.
—Bien —le dije— voy a gastearlos por primera y última vez, puesto que son tantos los que me han sacado plata para guaquear, que si la tuviera junta, ya estaría más que rico. Así que voy a ensayar con ustedes, que parecen honraditos.
Oiga, dotor, a usté no le va a pesar habése metido con nosotros. Dicen p’uai que los guaqueros quisque son muy mentirosos y muy picaros, pues le voy a demostrar qu’eso n’ués verdá y que nosotros somos distintos. Ya ve, en esto ni parecemos guaqueros. A mí a veces me da hasta pena ser tan honrao, agregó “Manuemico”.
—Además —dije— me tienen que estar avisando cómo va la guaquería o no vuelven a coger un peso más conmigo. Cuando ya estén para sacar una guaca, o mejor, para barrerla, me avisan para ir a vigilar la barrida.
—Pierda cuidao, dotor. Yo mismo lo llevo cuando estemos pa barrer cualquier guaca, dijo “Rabuegurre”.
—Ahora —dije—ustedes ya saben que a mí me toca una cuarta parte como gastero y que a don Pedro otra cuarta, como dueño de la finca. Así que esto queda muy claro, ¿entendido?
—No, dotor, no se priocupe por eso. Haga de cuenta que ustedes ya tienen la plata en el bolsillo. Yo más bien le quito la comida de la boca a mi madre, aunque se esté muriendo de hambre, que quítales yo a ustedes la parte que les toca.En esto me recordaba de dos anécdotas, de dos cuentos verídicos, que ilustran precisamente lo que son los guaqueros, cuando se trata de partir lo que se saca en las guacas, y las estratagemas que utilizan para robarse unos a otros. A uno no le queda más que dar los gastos, pero sin muchas ilusiones de que le vaya a tocar alguna cosa. Me refería mi padre, viejo guaquero que conocía todas las mañas de sus colegas, lo siguiente:
Código: CLTC 601N
Año de recolección: 1985
Departamento: Quindío
Municipio: Armenia
Tipo de obra narrativa: Cuento
Informante:
Edad informante:
Recolector: Jesús Arango Cano
Fuente: Libro
Título de la publicación: Cuento popular andino. Colombia
Año de publicación: 1985