Como había sido el único hijo, se le había seguido llamando izque el niño José Julián, pero ya no era ningún niño, sino un hombre hecho y derecho y sobre todo lo primero.
El viejo, el padre, lo seguía mimando como a muchacho chiquito; y es qu’el viejo ya estaba muy chonchito el pobre, valga la verdá. Era muy rico. Tenía más de veinte fincas.
El niño José Julián manejaba l’arriería de tres rebaños de mulas, pero como era hombre muy inteligente, aprendió a mágico en los raticos que le quedaban por ai. Aprendió a mágico y podía retratar a las más lindas en sueños.
Don Mariano, que así era la gracia del taita del niño José Julián, era un hombre muy guapo y nunca había llorao por nada, pero una noche cogió a llorar y a llorar, tan duro, que ispertó a los piones. Y ninguno sabía por qué lloraba.
Esa noche estaba el niño José Julián en una de las fincas más lejos, a tres estados de distancia, pero, como era mágico, ispertó también.
Los arrieros sí le preguntaron que qué le pasaba, pero él no dijo nada. Ensilló y se vino. ¡A la carrerita! Onde se le cansaba un caballo ai lo dejaba y compraba otro pa seguir.
Cuando llegó incontró el pobre viejo hincao de rodillas al pie del Santocristo, emperraíto llorando.
—¿Qué le pasa a usté papa? ¿Por qué está llorando?
—Estoy muy triste, m’hijo. Pienso que ya casi me voy a morir y sin velo a usté casao ¡y quién sabe qué mujer le tocará en la vida!
—¡Deje de ser pendejo, papa! ¿Usté sí qu’es bien bobo, no? —Uno no sabe, m’hijo.
—No se preocupe por eso, que esta misma noche le muestro el retrato de la que ha de ser su nuera.
Don Mariano se consoló alguito con esto y esperó hasta que fuera de noche.
El niño preparó un pedacito de lienzo bien blanco y lo pegó en la paré. A golpe de las doce, él hizo sus cosas ai de magia y fue apareciendo poco a poco el retrato de una mujer con la firma d’ella. Una mujer tan linda como no se conocía. Diolgina Soez llamaba.
El niño José Julián arrimó al viejo y le puso los antiojos pa que la viera bien. Don Mariano s’entusiasmó mucho y s’encantó con la muchacha:
—¡No, no, no, m’hijo! ¡Yo sí que sería bien feliz si usté contrajiera con una mujer tan linda y tan distinguida!
—Yo sí me caso con ella, papá. ¡Es ya que me voy a buscala! Pero, eso sí: le alvierto qu’está a siete estados de lejo. ¿Usté sí me dá platica pal viaje?
—Yo sí, m’hijo. Demás. Madrúguese mañana a herrar ocho mulas pa llevar la plata del viaje.
Madrugó el hombre, hizo todos los preparativos y se fue.
* * *
Cada que llegaba a un pueblo preguntaba por Diolgina Soéz y mostraba el retrato d’ella, pero en ninguna parte le daban razón.
Hasta que ya iba muy lejo, muy lejo, y ya había gastao la mita de la plata, y nada.
A lo último llegó a un pueblo onde estaban comenzando unos carnavales de nueve días. Así que llegó, vio en la plaza dos cambullones de cachacos y entonces se arrimó a uno d’ellos:
—Buenas tardes, señores.
—Buenas tardes —le respondieron de lo más edúcaos.
—Tengan la bondá di atendemen dos palabras: a ver si alguno de ustedes me dá razón de esta señorita… —y mostró el retrato.
Los cachacos, así que la miraron bien, dijeron:
—Sí, la conocemos. Esa es Diolgina Soéz, la mujer más linda qui ha’bido por estos laos.
—¿Y aonde la puedo encontrar?
—Vea, señor: ¿ve aquella joyería que hay allí? Esa es la joyería de don Santiago.
—Don Santiago era el mejor platero del pueblo y trabajaba la herrería, la sastrería, la zapatería, ¡todo, todo! Pero lo que mejor trabajaba sí era la joyería. La joyería la trabajaba mucho mejor que en la estranjería… Y los cachacos le dijeron: —Allá encuentra usté un hombre alto y rosao: ese es don Santiago, el marido de Diolgina Soéz.
—¡No me lo digan, señores! ¿Es casada?
—Desde hace ya tres días. Imagínesen vustedes el despecho que sentiría el niño José Julián. Pero, ¿se volvió pa la casa? ¡no! Aguárdesen y verán, que ahora viene lo bueno.
Se puso a averiguase todo lo más que pudo en un librito de mágico que él llevaba siempre y supo que don Santiago estaba pensando pasar su luna de miel en “La Linda”, una finquita que tenía cerca del pueblo, pero que como no se quería ir hasta que pasaran los carnavales, había dejao a Diolgina encerrada debajo de llave y no li había dao todavía ni un piquito tansiquiera, por no ájala. Hasta que se fueran pa La Linda.
***
En ese tiempo no habían como ahora casas de balcón. Don Santiago tenía encerrada a la mujer en una casa qu’estaba encaramada arriba di una barranquita.
Entonces se fue el niño José Julián y buscó piones: —¿Ustedes quieren ganasen una plata?
—Claro… Ajá.
—Bueno, ¿Por cuánto mi hacen un suterránio?
—Pis… por treinta pesos.
Que por treinta pesos. ¡Eso era mucha plata en esa época!
—Bueno —dijo el niño José Julián—. Les voy a dar los treinta pesos, pero me lo hacen de afán. ¡Y cuidaito con ile a decir una palabra a nadie!
—Muy bien —respondieron los piones— Dénos una palita bien cortante y una barrita bien costante.
Él se las dio y di ai les indicó onde li hacían el suterránio, que llegara preciso debaju’e la cama de Diolgina, que no fuera sino levantar un ladrillo pa poder entrar. Los piones dijieron que así lo harían. Entonces el niño José Julián se fue muy tranquilo a tomase unos aguardienticos, mientras tanto.
***
Al día siguiente fueron a buscalo los piones pa decile queya’staba listo el suterránio, y él entonces les pagó los treinta pesos que habían convenido y les encimó seis por lo bien hecho qu’estaba, y lo ligero.
—Y no se pierdan muchachos —les dijo— que todavía me tienen que ganar más plata.
—A la orden…
Así que salieron los piones, llegó el niño José Julián y levantó los ladrillos con mañitica.
Apenas ella lo vio aparecer pegó un grito y se puso a hacer qué escándalo creyendo que podía ser un ladrón, un bandido o hasta el diablo.
¡Podía ser el Diablo! Pero el niño la calmó:
—No se preocupe, señora, que no tiene nada que temer —le dijo— Yo no vengo a nada malo. Yo soy Fulano de Tal, que vengo desde siete estados de lejo, no más que a conocela a usté. Mi papá es muy rico: tiene más de viente fincas… Y yo vine no más que a conocela pa casame con usté.
—¡Ay, señor! Pero es que yo soy casada…
—Eso no tiene chiste, señora.
—¡Ay, señor! Y si mi marido llega a saber…
—Él no tiene por qué saber… ¡Aja!… desde que usté no le diga nada. Si usté va y le dice cualquier cosa, claro qu’el si se noja y arriesga a que nos mate a los dos… pero si usté no le dice nada… ¡Aja! Bien pueda esté tranquilita…
—Señor… es que usté no sabe lo bravo qu’es Santiago…
—No se le dé nada…
Yo le digo que conmigo no tiene nada que temer. Entonces le dijo qu’el era mágico y que por eso era qu’el había venido a vela sin conocela y le mostró el retrato d’ella:
—Mire que no le miento.
—Sí, señor: ese es mi retrato y esa es mi firma.
—Entonces ¡nu hay más que hablar! Porque lo qu’es usté se casa conmigo. Déjeme a mí, que yo sé hacer las cosas muy bien hechas… ¡Avemaria, hombre! Uno con una mujer así de linda, así de bella, así d’hermosa, porqu’es más hermosa qui un atardecer en el río Cauca, y déjala izque encerrada por estar trabajando por ganar más plata. ¿Teniendo? ¡Eso es pecao! Vea: hágame el bien y me presta su anuncial.
—¡Qué tal! ¿Y si va y llega mi marido y me ve sin él?
—Préstemelo que no se lo demoro. Ya le digo que yo soy mágico.
Ella se le fue sacando y se lo entregó; entonces él le pidió también la ilusión, la ilusión que se ponen las ricas en el dedo pa pisar el anuncial…
—Le voy a mandar hacer otros iguales.
—Ay, ¡pero no vaya a ir onde Santiago!
—Aja? ¿Y por qué no? A mí me han dicho qu’es el mejor joyero di aquí.
—Eso es verdá, pero… él mismo hizo ese anuncial y esa ilusión con la firma del. Apenas los vea los reconoce y ¿aonde me meto yo?.
—Eso no tiene chiste. Un diablo se parece a otro diablo.
***
Salió el niño José Julián, acomodó los ladrillos lo mejor que pudo, y se fue pa la joyería de don Santiago.
El viejo estaba muy ocupao porque en esos días de carnavales s’estaba casando mucha gente y él era el que hacía los anuncíales y los ajuares de las novias. Y estaba ganando mucha plata. Montones. Tanta, que allá en el fondo tenía una lacena taquiaíta de monedas di oro. Por eso era que no se quería ir pa La Linda hasta que no terminaran los carnavales.
A lo qu’entró el niño José Julián a la joyería, se quedó abismao viendo todo lo que tenía don Santiago pa vender y las cosas tan hermosas que hacía: “¡Este hombre siempre es que trabaja muy lindo!”, pensaba.
—Yo vengo a ver si puede haceme un anuncial y una ilusión igualitos a estos pero con la firma mía.
—A ver… —dijo don Santiago. Y así que los vio, abrió tamañas pepas di ojos.
—¿Y estos por qué llevan la firma mía y son igualitos a los que yo te di a mi mujer? ¿Ah?
—Eso no tiene chiste, señor. Un diablo se parece a otro diablo y habemos gentes de muchos nombres.
—¿Y a usté aonde le hicieron estas alhajas?
—En Cali.
—¿En Cali? Vea, ¡como si hay gente que trabaje igual a yo!
—Bueno, pero diga pues si usté sí me los va a hacer endividuales a estos… El mismo pesor di oro, el mismo estilo y las mismas piedras.
Porque esa ilusión era toda llena de piedras de todos los colores; llena de diamantes y rubises que, a la luz de la vela se veía un ramo d’estrellas.
—Hombre, yo sí te las hago. ¡Pero te valen mil seiscientos pesos!
—Está bien. Pero me las hace pa mañana.
—Venite por ellas, a las diez.
Así que don Santiago midió bien las alahajas, el niño Julián se las guardó en el carriel envuelticas en el pañuelo y salió silbando muy disimulao. Apenitas trastornó l’esqüina, ¡ábrase a correr! Llegó onde Diolgina y le puso el anuncial y la ilusión… aprovechando pa acaricíale esa manito más linda y más suave qu’el pecho di un pajarito fino.
Cuando, a nada, tun, tun. Golpiando la puerta. Y entra don Santiago:
—A ver, m’hija, sus anillos.
—Aquí’stán, m’hijo. Pero… ¿qué le pasa, que viene todo sofocao?
—No. Nada. Que acaba de ir un hombre, con un par igualito…
—Eso no tiene chiste, m’hijo. Un diablo se parece a otro diablo…
—Pero es que eran igualitos, igualitos… Y por un momento pensé…
—¿Qué?
—¡No… Nada!
—Vea, m’hijo: usté lo que tiene que hacer es dejar de trabajar tanto, día y noche. Mi Dios hizo la noche pa descansar y usté la gasta trabajando…
—Hasta razón tendres, m’hija. Pero ya se van a acabar los carnavales pa que nos vamos a descansar a La Linda… a dormir harto, a levántanos bien tarde…
Y volvió a salir a trabajar, porque tenía que entregar los anillos del niño José Julián.
***
Al día siguiente llegó éste a reclámalos y los pagó. Fue y se los llevó a Diolgina y ai mismo le dijo:
—Usté me va a tener que hacer otro favor: présteme sus candongas.
— ¡Ay, por Dios! ¿Usté qué va a hacer?
—Yo sabré…
Ella le prestó las candongas y él se fue a llevalas onde don Santiago.
—Don Santiago —le dijo—. Yo quedé muy contento con su trabajo y aquí le traigo otra cosita pa que mi haga.
—A ver, hombre, qué traes. Mostrá…
—Estas candonguitas…
—Y las fue sacando del carriel. A don Santiago, así que las vio, se le salieron los ojos de la cara, como a sabaleta pescada con taco, y apenas se rascaba la cabeza y decía que eran igualitas a las que él había hecho pa la mujer. Al niño José Julián no se le daba nada y decía que un diablo se parecía a otro diablo.
—Así será, hombre. Pero si estas llegan a ser las candongas de mi mujer, ¡tenéte fino porque te sigo un sumario sin fiador!
—Bien pueda, don Santiago. Bien pueda… Y, ¿por cuánto me las va a hacer? Pero eso sí: que sean del mismo pesor di oro y así con candaíto de corazón y con su llavecita y todo. Y que tengan los mismos rubises y diamantes.
—Hombre, pues…, te las hago por tres mil pesos oro.
—Bueno, señor. Entonces mañana vengo por ellas a las diez. Es que me caso y quiero dáselas a la novia de regalo.
—Bueno.
Cogió el niño José Julián las candongas y se las echó al carriel. Di ai salió chiflando como de lo más tranquilo. Y al trastornar l’esquina, ¡curra, hermano!
Llegó onde Diolgina y él mismo le puso las candongas no más que por tocale las orejitas y güelele de cerquita el pelo, ese pelo negro que güelía a pura manzanilla y a jabón fino de caja.
A poquito llegó el marido, todavía con los ojos salidos:
—A ver sus candongas, m’hija, ¡muéstremelas!
—Eh, Santiago: ¡vos sí que sos desconfíao!, míralas… Don Santiago se apenó mucho y no sabía que decir, hasta que dijo francamente:
—Fue que allá estuvo otra vez ese maldingo, tipo, con unas candongas igualitas a estas…
— ¡Jm! Lo que pasa es qu’estás trabajando mucho de noche y la noche se hizo pa descansar. Y estás viendo y pensando cosas…
—Sí. Tenes razón… Bueno: adiós. Tengo mucho trabajo atrasao…
***
Al otro día llegó el niño José Julián a charlar con Diolgina y a lo último le dijo que le prestara el ajuar.
—Yo sí se lo presto, pero no lo vaya a llevar onde Santiago, qu’el mismo lo hizo y con seguridá lo reconoce. Aquí hay mucha gente que cose bien. No tiene que llévalo ond’el.
—¿Vusté es boba, Diolgina?
—No… —contestó ella—. Es que me da miedo de que le vaya a pasar a usté alguna cosa…
Y ai mismo se fue poniendo coloraíta, coloraíta.
Diolgina se puso a sacar el ajuar, que lo tenía guardao debajo de siete llaves. Y fue sacando primero el pañuelo de seda cordobaniao con letras di oro que decían la firma d’ella y adornao con florecitas de colores; después el vestido blanco enchaquirao con azabaches y diamantes y cortao en purito raso; y de ai las botas de cuero muy fino y bien trabajao, adornadas con hebillas di oro y cordones de seda. Así que li hubo entregao todo, le dijo:
—Tenga mucho cuidao. No se vaya a dejar coger estas cosas…
—Bueno, mi amor. Por mí podes estar tranquila que yo conozco el Bien y el Mal; conozco la ciencia y el pensamiento del príncipe Yosirosuto y los secretos de Mandol… Y salió. Salió derechito pa onde don Santiago y le dijo:
—Hombre, don Santiago: usté ya mi ha ganao mucha plata. Pero todavía me tiene que ganar más porque yo estoy muy contento de su trabajo. Eso sí, como usté, no trabaja nadie en el mundo y yo quiero aprovechar pa hacele otros encarguitos…
—A tus órdenes, hombre.
José Julián abrió el paquete que traía y fue sacando el ajuar y diciendo que quería uno igual, a todo lujo, y que bien pudiera y cobrara lo que le pareciera justo.
Así que vio el ajuar don Santiago se puso primero pálido, después rojo encendido, después verde y amarillo. Cambiaba de colores com’un pisco. El muchacho se hacía el que no notaba nada, pa no dar malicia. De lo más tranquilo sacó un tabaquito, rastrilló el deslabón pa sacar candela y se puso a humar. Hasta que va don Santiago y dice:
—¿Usté de dónde se sacó esto? ¡Este es el ajuar de mi mujer! ¡Usté se va a encartar conmigo!
—¿Sí? ¡No me charle tan pesao!
—Claro qu’es el ajuar de mi mujer. Yo mismo lo hice. Y lo qu’es a usté le sigo un sumario sin fiador, ¡pa que sepa!
—Vea, pues, hombre, qué sal la mía. Y usté cré que si fuera ajuar robao ¿yo se lu iba a traer a usté mismo? Y ultimadamente yo que l’he robao a usté, ¿ah? ¡Diga!
—Pero, señor: ¡sí yo mismo hice este ajuar!
—Es que vusté le tiene desconfianza a su mujer, o me la tiene a mí, o qué pues, ¡a ver!
Don Santiago se quedó callao porque había mucha gente en la tienda. Y a lo último dijo que bueno, que sí hacía el ajuar… Que por cinco mil pesos.
—Está bien. Hágalo, ¡Em pueda hágalo!
El niño José Julián se puso a hacer su envoltorio bien hecho, con toda calma. Y salió muy tranquilo, silbando cualquier bobada. Y así que trastornó l’esquina, ¡vuélele!
Pero esta vez, don Santiago aguardó a qu’el otro trastornara l’esquina y salió corriendo para la casa. Cuando llegó, la mujer no había tenido tiempo de abrir las siete llaves pa guardar el ajuar. Ella lo que hizo fue que lo regó en la cama y se hizo la qu’estaba arreglando todo bien, doblando el vestido con mucho cuidao. Esto que vio don Santiago y no dijo nada. Volvió a salir callao la boca.
***
Al otro día fue el niño José Julián por la ropa y todo estaba listo. Pagó este su plata y le dijo a don Santiago que había quedao muy contento del trabajo, que todo estaba hecho muy a conciencia y muy bien. Y que ya lo único que le faltaba por pedile era un favor.
—Me voy a casar mañana —le dijo— y espero que con su señora… usté me va a servir de padrino…
—Hombre, demás. Yo tengo mucho gusto. Pero, vea: yo me casé apenas hace unos diítas y no me he podido ir pa lun’e miel por tanto trabajo que mi ha caído con estos carnavales. Pero como ya terminan esta tarde, mañana me voy.
—Eso mismo pienso hacer yo, don Santiago.
—Me vas a tener que perdonar, pero no te puedo apadrinar. Yo no consiento que mi mujer salga a la calle por esta razón, aquí entre nos: a mi mujer no l’he tocao ni un pelito, por no ajála. Pero ya mañana sí nos vamos pa La Linda, en lun’e miel. Y… será bobada mía, pero no quiero qu’ella saiga a la calle todavía.
—Está muy bien. Entonces vaya usté sólo…
—Hombre, yo sí fuera de mil amores. Pero es que por la mañanita voy a tener qu’estar atendiendo aquí, que todavía quedan algunas cositas por entregar… y no puedo cerrar ni el ratico.
—Mire, don Santiago: hagamos una cosa: ustedes nos apadrinan desde aquí. Desde aquí nos ven. Y nosotros nos casamos en el atrio. Y así usté no tiene necesidá de cerrar.
—Eso sí. Nu hay ningún inconveniente, hombre. Y mi mujer puede asomase a la barranquita de la casa donde está y desde allá devisa la ceremonia.
***
Al otro día, muy de mañanita, se fué el niño José Julián onde los piones que li habían hecho el suterránio y les dijo:
—¿Ya me tienen listas las bestias que les encargué?
—Ah, sí: allá están listas onde usté nos dijo.
—Bueno. ¡Así me gusta! Cuando llegó a la iglesia con la novia, toda vestida de raso blanco enchaquirao con azabaches y diamantes y con el velo en la cara, ya estaba don Santiago en la puerta del almacén, echando ojo; a veces pegaba un vistazo pa la casa y veía, allí en la barranquita, a la mujer sentada en la silla, tal como él la había dejao.
A lo que terminó la ceremonia salió el niño José Julián con la novia y al mismo montaron en los caballos y se fueron a toda, ¡felices!
En estas llegaron algunos clientes al almacén de don Santiago y este se puso a despachalos y se envolató trabajando. Al rato sí notó que la mujer no se dentraba pa la casa. Pero siguió con mucho que hacer. Cuando ya eran las once, volvió a mirar y dijo: “¿Eh? ¡Aquella como que se amañó al solecito! Le voy a decir que s’entre pa entro”.
Cerró el almacén y llegó a hablale. Y ella ai sentada, sin contestar. Entonces él pensó que tal vez se había dormido, y la tocó pa despertala. Y así que la tenió vio que estaba dura, dura. Y era qu’el niño José Julián había hecho una mujer de yeso, igualita a Diolgina Soez y le había puesto todo el aguar d’ella.
***
Comprendió en seguida don Santiago todo lo que había pasao y la burla que li habían hecho y entró a la casa, sacó el revólver y ai mismo ensilló su buen caballo y salió a toda, a perseguir a los recién casados pa dales muerte.
Los chaquetirrotos que habían conseguido las bestias pal niño José Julián y Diolgina, así que vieron pasar a don Santiago, dijeron:
— ¡Ese don Santiago va tan bien montao, que en estico los alcanza!
En esas los tórtolos llegaban a un río muy caudoloso y el niño José Julián sacaba un librito mágico y veía en él que ya los estaban persiguiendo. Entonces, cuando llegó al puente, les dijo a los guardias:
— ¿Cuánto vale el paso del río?
—Vale a peso cada uno.
—Bueno. Aquí están los dos pesos y tomen cien más pa cada uno, pero con una condición: han de saber que un asaltante nos persigue con un revólver cuarenta y cuatro pa robanos las joyas que llevamos. ¡Juren que no le darán paso!
—¡Ni riesgos de dale paso, señor! Bien pueda seguir tranquilo, que lo qu’es ese, hasta aquí llega.
Pasaron.
Cuando, al rato, llega don Santiago a todo correr, en un caballo alazán lindo que tenía.
Y pregunta:
—¿Cuánto vale el paso?
—¿Pa usté? ¡Nada!
—Campo, ¡pues!
—Aguarde a ver… ¿Cómo que campo? ¿Y usté pa que anda con esa mod’e revólver?
—Eso no les importa a ustedes.
—Pues lo qu’es pa usté no hay paso, bien pueda sabelo. Y si trae su revólver, mire las escopeticas que nosotros tenemos aquí.
—Bueno: les doy diez pesos y den paso.
—No, señor.
—Les doy mucho más. ¡Les doy mil!
— ¡Ak-a! Pa mejor decile a usté no le damos paso por ninguna plata. Es bobada.
— Los vio tan resueltos don Santiago, que se apio ligero y s’echó a pasar el río nadando.
Pero como el río estaba en creciente, en las fases de la luna, llegó un caimán y se lo comió. Hasta dijeron que había sido suicidio, por despecho. Si todo el mundo sabía qu’en ese río había caimán…
***
Y así acabó el cuento.
Ah, y José Julián (ya no le volvieron a decir niño, sino don José Julián…) don José Julián llegó al pueblo con su mujer y salieron a recibilos el alcalde, el cura, la polecía, la band’el pueblo, los arrieros y todos los amigos. Y salió don Mariano, muy viejito ya el pobre y muy turulatico, salió a recibir a su muchacho y a conocer a la mujer y así que la vio le pareció tan linda tanto, que se fue hincando de rodillas, creyendo qu’era la Virgen… Y ai mismo empezaron unas fiestas que duraron nueve días. Esta vez yo sí llegué empezaíta la parranda, pero no pude ver los novios porqu’ellos ya’staban en pura lun’e miel…