En cierta ciudad vivían dos compadres. El uno era muy rico y el otro pobrísimo y cargado de hijos. Tal era la miseria, que para no perecer de hambre iba diariamente a la casa del rico que, caritativamente, le daba sobras de alimento, huesos pelados y cocidos para que los volviera a hervir, sopas de las que se hacían a los perros, carne engusanada, moho de queso, plátano biche, maíz puyado, sangre de cerdo, caldo avinagrado, y muchas otras cosas que botaban al agua. Con estos residuos se alimentaba el infeliz con su familia numerosa.

Un día que el pobre estaba enfermo, mandó a su hijo mayor a recoger los desperdicios. Mientras el muchacho hacía el mandado, él, como pudo, lavó los platos de palo y los trinchetes (tenedores) de chonta, y esperó con ansia la llegada del emisario. En la cocina ardía el fogón, las ollas esperaban, había leña abundante y agua en los calabazos. Al abrir el paquete se halló con un montón de sucio (excremento) y con la razón de que trabajara si deseaba vivir.

Con chontaduros por avío, nuestro pobre se fue a caminar tierras, a probar suerte. Andando iba, cuando columbró un cordón de hormigas arrieras que, en lugar de hojas, llevaban a la espalda granos de oro en polvo. Con ansiedad siguió los animalitos, y al final dio con una cueva llena de oro. Para llegar a ésta caminó veinte años sin dormir ni comer, con sed y rajados los pies, y los vestidos deshilachados. Se cargó de oro y regresó a su casa convertido en uno de los hombres más ricos del mundo.

El rico, al ver que ya ninguno de los pobres se asomaba por su casa a pedir limosna, resolvió visitar a los antiguos pordioseros. Cumplido el saludo, tomado el chocolate, oído música de grafonola, preguntó el rico a su compadre el lugar en donde había hallado tanto oro. El otro le informó, comprometiéndose a llevarlo al lugar donde él había apañado su riqueza.

Para bajar a la gruta donde el oro estaba choto (en este caso, abundante), discutieron largo tiempo. Al fin, bajó el antiguo pobre agarrado de una cuerda. Después de haber sacado metal para cargar veinte mulas, el compadre rico trozó la cuerda para que su vecino muriera en la cueva. Ante esta felonía, el del hueco dijo:

-Como he de morir aquí, le ruego bautizar al hijo que en mi casa va a nacer. El nombre que deseo le ponga es el de “Para Dios no hay imposible”.

Conforme lo había prometido, el rico cristianó la criatura con el nombre indicado. Al terminar el bautismo, el niño, con el asombro de todos, preguntó al padrino por el lugar donde éste había dejado a su padre. El rico, titubeando, dijo que se había quedado sacando oro en la montaña. Para que no le tuvieran desconfianza, se comprometió a ir con el ahijado al sitio del hallazgo.

Con un ataúd donde cabían dos cadáveres, padrino y ahijado subieron al monte donde apareció ahogado el compadre pobre. Enérgico, el muchacho obligó a su enemigo a sacar el cadáver y colocarlo en la caja. Con esta carga volvió al pueblo. Después de humillarlo largo rato, hizo que se acostara junto con su padre, y ordenó a cuatro hombres que lo enterraran así vivo.

Cumplido todo esto, el joven reveló quién era: un ángel del cielo enviado por Dios para castigar la injusticia humana. Convertido en paloma blanca, se elevó a la vista de la concurrencia, que rezaba atemorizada.

 

Código: CLTC 421N

Año de recolección: 1960

Departamento: Chocó

Municipio: Quibdó

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Rogerio Velásquez M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Leyendas y cuentos de la raza negra

Año de publicación: 1960

 

 

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