El Tunjo es un muñeco de oro. Tal vez fueron estos pequeños ídolos simbólicos o divinos de los pijaos; tal vez fueron dioses o simplemente ofrendas religiosas consagradas a paganos dioses o a sus caciques. No sé por qué se le atribuyó la leyenda de un fantasma que anda errante, buscando protección, alimento y cobijo, por lo cual premiaba a su protector con el fruto de una gradual fortuna.

Se presenta en la forma de un bebé inofensivo, llorando, a la vera del camino, en los grandes caminos reales, en el cruce de un bosque o de una quebrada, en las inmediaciones de unas ruinas o casas abandonadas, a la orilla de las cachaqueras o de los ríos. El Tunjo, después de todo, no hace más que asustar a las víctimas, al parecer inconscientemente, pues según se entendía él sólo buscaba, como antes he dicho, a un protector que lo cuidara y mantuviera, para él, a su vez, hacerlo rico. Naturalmente que para que el escogido tuviera derecho a esa oportunidad de enriquecerse tenía que soportar alguna prueba, y el caso era que el niño se presentaba llorando desconsoladamente a la orilla del camino, tirado en el suelo y precisamente cerca de donde ha de pasar el solitario viajero a quien ha de aparecérsele. Si la persona pasa de largo el niño lo alcanza y si va de a caballo se le monta en la grupa, dándole así el susto consiguiente y del cual no puede librarse sino corriendo desesperadamente o rezando. Otros se bajan de la bestia, lo recogen con mucho cuidado, con el consiguiente estupor de encontrar una criatura así abandonada y con lo cual el niño deja inmediatamente de llorar y, en seguida, ante el asombro de su inmediato protector, le habla muy claro, diciéndole:

-Papá, mire que ya tengo “ñentes”.

Acto seguido abre la boca, por la que se escapa una feroz llamarada. El hombre tira la criatura y huye despavorido.

Esa es la terrible prueba.

Pero, en cambio, aquel que conoce ya el truco y ha estado precisamente esperando una oportunidad como aquella para enriquecerse, y que mucho la ha buscado en los lugares solitarios a deshoras de la noche y en noches de Viernes Santo, procede inmediatamente a hacer lo siguiente:

Rápidamente recoge la criatura y sin darle tiempo a más se moja el pulgar con saliva y lo santigua diciendo solemnemente:

-Yo te bautizo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El niño queda inmediatamente convertido en un precioso muñeco de oro. El que coge así un Tunjo se vuelve inmensamente rico de la noche a la mañana. El muñeco debe ser cuidadosamente guardado en una caja entre rezos y conjuros especiales; la caja debe ser bastante segura y con un compartimiento suficiente para la alimentación de su ocupante. Porque el Tunjo come como un ser viviente y defeca asimismo todos los días, pero valiosos trocitos y trocitos de oro macizo, con el cual se va haciendo inmensamente rico su dueño. Su alimentación consiste en cierto grano o semillita muy semejante al comino, pero más pequeña, que crece en las faldas de la cordillera. La alimentación no debe faltar, ni sus cuidados, ni sus ritos de posesión, porque si no éste se embarca en medio de una tormenta infernal y torrencial lluvia, con la cual crecen los ríos y quebradas saliéndose de sus cauces hasta dar con el muñeco, el cual se embarca en las embravecidas aguas, tocando tiple y cantando melodiosamente. Ampliaremos la descripción del Tunjo con el siguiente relato:

Cuenta un anciano campesino de Chenche, que en cierta ocasión, cuando él era apenas un “guámbito”, hubo en los llanos del Salitre un señor Moncaleano muy pobre, labrador, que sólo vivía de las mediocres cosechitas de maíz en los montes del Martín y de arroz secano en las mesetas de Chenche, y de unas cuatro matas de plátano en las vegas de Río Grande, amén de unas ocho o diez chivas, algún par de cerdos, pelechando, y unas cuantas gallinas.

Don Venancio, que así se llamaba el campesino, no estaba a gusto con su pobreza y buscaba por todos los medios salir de ella lo más pronto posible. Y como la ganadería, la agricultura y otras empresas no tenían auge suficiente y sólo alcanzaban para comer, él buscaba la única forma de hacerse rico total e inmediatamente, y ese era el hallazgo de un tesoro oculto, la posesión de un talismán o familiar y en último caso, hasta hacer pacto con el diablo, medio éste último repudiado por don Venancio, que en medio de su ambición no dejaba de ser un buen cristiano a carta cabal y no quería tener ningún lío con el “compadre”.

De manera que el buen labriego se la pasaba continuamente a deshoras de la noche “puestiando guacas, buscando entierros, conferenciando con los difuntos, hurgando y buscando en las ruinas y casas abandonadas, adquiriendo ligas y consiguiendo oraciones virtuosas, averiguando secretos de antepasados y tesoros indígenas, y otras leyendas sobre fabulosas riquezas.

El Viernes Santo por la noche se iba a los lugares más apartados y lóbregos, equipado con todos los conjuros y aprontes necesarios a “puestiar” guacas, entierros y Tunjos. Y fue así que una noche de Viernes Santo, estando él atento junto al morral donde llevaba los tabacos y una botellita de trago, en un lugar desolado y donde no se oía el canto del gallo ni el ladrido del perro, a eso del •filo de la medianoche, cuando oyó el desconsolado llanto de un niño debajo de un capote a sólo diez pasos de donde él se encontraba.

¡Oh, milagro di vino!, lo que él tanto había anhelado: ¡un Tunjo! Ni tesoros, ni entierros, ni monicongos, ni familiar, ni virtud alguna; un Tunjo era la perfecta dicha, riqueza, todo. El entendía mucho de Tunjos, aprendió las artimañas para su manejo, sabía cuidarlo y• beneficiarlo. ¡Un Tunjo…! Rápido, ñor Venancio se abalanzó al lugar, acogió la criatura en sus brazos, y sin pensarlo un instante, la bautizó con saliva, con lo que el niño se transformó inmediatamente en un muñeco de oro puro que pesaba como una arroba. Lleno de alborozo y en el más riguroso secreto, el humilde campesino se lo llevó a su casa, lo depositó en la caja que él de antemano tenía preparada y le otorgó los primeros cuidados.
Desde entonces, “mano” Venancio comenzó a enriquecer y a enriquecer, sin que nadie pudiera averiguar el origen de su riqueza. Unos decían que era familiar, otros que era algún entierro de alguna alma en pena, algotros que una guaca encontrada en sus continuas búsquedas, alguna oración o un pacto con el diablo.

El labriego no descuidó por esto sus míseros haberes anteriores, sino que los aumentó paulatinamente, a la vez que se dedicaba con “alma, vida y sombrero” al cuidado y manutención del muñeco y a procurarle todas las artes y partes que eran menester para que no se le embarcara, y, asimismo, iba atesorando a diario el producto áureo de su defecación. Compró propiedades y se “enricó”, al decir de los vecinos; ya no era “mano” ni “ño” Venancio, sino el señor Moncaleano o don Venancio. Era dueño de muchos hatos y lecherías, de un arreo inmenso de mulas, asnos y caballos, de huertas y grandes plataneras; tenía matanza y hasta casas en el pueblo.

Así duró don Venancio otros largos años de su vejez entre el alegre trajín que le daba su fortuna, contento, tranquilo y procurando servir siempre a los necesitados; hasta que un buen día pasó a mejor vida-dejando como era natural, su fortuna en manos de sus dos hijos únicos, fortuna entre la cual figuraba el preciado Tunjo. Sus hijos eran unos calaveras “tomatrago”, criados a toda ley y holgura, que no hacían más que parrandear por todo el llano, “pelando mochos” y enamorando ingenuas campesinas. No habían desempeñado ningún trabajo útil y por lo tanto desconocían toda obligación y carecían de responsabilidad. Así fue que tanto los ganados como las sementeras fueron decayendo y, respecto al muñeco, sostén de la riqueza, lo descuidaron, lo abandonaron tanto en su alimentación como en sus demás cuidados.

Una noche se oscureció el firmamento repentinamente, una tromba de viento y de demonios se desató por toda la vereda; tempestad tan terrible y tan violenta jamás se había sentido igual. Los vientos bramaban y descuartizaban los árboles, retorcían las palmeras, arrancaban los techos de las casas y arrancaban de raíz las sementeras; los rayos abrieron las palmas, incendiaron el llano y las viviendas, mataron las reses y hasta los cristianos. El agua caía como un diluvio llenando las cañadas, los ríos y las quebradas; llovió toda la santa noche hasta que las aguas de Chenche se salieron de su cauce, como nunca se había visto creciente igual, ahogando los ganados, destruyendo los siembros; se ahogaron niños, mujeres y ancianos, y el agua subió hasta donde era imposible llegar.

Como a eso de las cinco de la mañana se oyó como un preludio melodioso, como una hermosa voz armoniosa que cantaba al son de un tiple, tocado con tristeza y dulzura, bajando por la madre de la crecida y al amparo de una luz extraña que resplandecía a lo lejos cual la luz de un farol. Instantáneamente cesó la tormenta, bajaron las aguas y todo quedó en calma. La comarca quedó como una playa desolada y triste. Las riquezas del finado fueron totalmente destruidas. Fueron a ver la caja en la cual reposaba el Tunjo y había desaparecido. Los Moncaleanos quedaron igual o más pobres que lo que estuvo su padre antes de poseer el Tunjo.

 

Código: CLTC 441N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

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