—Vea mijito —me decía— estos guaqueros son tan picaros que me recuerdo muy bien de doña Domitila, una vieja vecina de la finca de nosotros. Esta señora era muy buena, muy honrada y supremamente maliciosa. A ella le gustaba mucho la guaquería y le daba gastos a los guaqueros, pero, eso sí, los controlaba hasta cuando iban al cafetal a sus necesidades. Bueno, una vez le dio gastos para guaquiar a un tal “Monosabroso”, uno de los más conocidos, de los mejores guaqueros de la región. Lo llamaban “Monosabroso”, porque, según él su sudor era muy dulce y por eso le perseguían mucho las avispas y las abejas. Bien, después de unos días de estar guaquiando “Monosabroso”, dio con una guaca muy bonita, de gran porvenir. Llegó el día feliz de la barrida de la guaca. Doña Domitila había estado presenciando la sacada, desde que ya lo habían definido bien. Cuando llegaba el momento preciso de la barrida, doña Domitila acostumbraba hacer empelotar a los guaqueros, para que no la fueran a robar. Claro que no quedaban propiamente en almendra, pues le hacía poner un pañuelo, a manera de vestido de baño, nada más. Bien, en esta ocasión le dijo a “Monosabroso”:

—Ve, ole, anda y te quitas esos chiros y pónete este pañuelo pa que te tapes esa porquería. Y cuidadito con trágate las piezas chiquitas cuando estés barriendo.
—Así fue —prosiguió mi padre—. El guaquero se amarró el pañuelo, como dijo la gastera, no sin antes protestar por la desconfianza. Bien, comenzaron a barrer la guaca, pero no daban señales de estar sacando cosa alguna. La espera era tremenda para Domitila. Por allá, al mucho rato, vio que subía “Monosabroso”, por los rústicos escalones de la guaca. Ya afuera, el guaquero dijo:

—Esa maldita guaca no tenía nada, misiá, nos jodimos. Pero doña Domitila, mirándolo más abajo del ombligo, le interrumpió y le manifestó:

—Ole, “mono”, ¿a vos sí que te creció harto el cacao en esa guaca? ¿Qué te pasó, mostrá a ver?

Y diciendo esto, le mandó la mano y le arrancó el pañuelo. Al tiempo que esto hacía, cayeron al suelo un poco de narigueras, torzales, patenas, unas chapolas y otras piezas de oro todas muy hermosas.

El guaquero no dijo nada y hasta se rio. Sin embargo, cínicamente le dijo a doña Domitila:

¿Cómo le parece la pendejadita de guaca que estamos sacando? Allá abajo hay más oro, yo apenas saqué la muestra. Esto es pa usté. Lo traje escondido pa qu’el compañero no se diera cuenta que yo le traía a usté este regalito. Ahora, misiá, guarde bien esto pa que después partamos todo. Yo me vuelvo pa la guaca. Y de inmediato comenzó a descender, pero ya sin el pañuelo, pues doña Domitila ni eso le dejó poner ahora que lo había cogido en la trampa.

Yo recordaba este incidente que tanto ilustraba la picardía de los guaqueros, sus estratagemas. Pero, de súbito, me venía otro caso, en el que decía muy a las claras, la malicia y los recursivos de aquellos.

—Una vez -decía mi padre— había una compañía de guaqueros sacando unas guacas en una región muy rica. Ya habían “catiao” unas guacas muy hermosas, especialmente una “carminera” que prometía plata toda la que se quisiera. Se le pusieron a la pata a esta guaca y empezaron a sacarla. Cada que bajaban una vara más, más linda parecía la maldita. Le dedicaron varios días, pues era hondita. Era, además, muy sana y muy linda. Bueno, finalmente llegaron al plan y ya estaba casi lista para barrerla, pero era muy tarde y no se veía nada, así que dejaron para barrerla muy al alba. Se fueron a comer y luego a dormir, para poder madrugar.

Bueno, tarde en la noche, uno de los guaqueros, “Bozuechucha”, por más señas, se levantó porque se sentía muy enfermo del estómago. Al salir, un compañero le dijo:

—¿Qué le pasa amigo?
—Hombre, que me siento más mal qu’el diablo. Yo creo que me hicieron daño los frisóles vinagres y esa maldita carne rancia que nos dieron, agregó.
—Bueno, el guaquero salió a un cafetal que había al pie de la casa. Al rato retornó. Luego, pasada una media hora, volvió a sentirse mal y de nuevo al cafetal. Estaba como tan enfermo, que a cada momento tenía que salir a los mismos menesteres. Ya pasadas muchas veces de este insuceso, un guaquero que estaba despierto, le comentó:
—Eh, Avemaria si usté está bien jodido. Si sigue así, se va a voltiar al revés.
—Sí, hombre, me tragó la tierra —respondió “Bozuechucha”—. Vea, si sigo así tan jodido, me madrugo pal pueblo. ¿Vos te encargas de que no me vayan a robar mi parte? Lo espero en el café “Londres”, pa que me lleves mi parte.
—No faltaba más —dijo el guaquero, muy compadecido—. Con mucho gusto, compita, ojalá que no se tenga qu’ir. Pero si se va, allá le llevo lo que le corresponda, sin dejarle robar ni siguiera una pelusa.
—El guaquero le agradeció y después salió de nuevo al cafetal. Ya amanecía cuando se levantaron todos los guaqueros, cada cual más emocionado para ir a barrer la “carminera”, que los iba a sacar de pobres. Pero no dejaban ir a nadie adelante, ya que cada uno desconfiaba del otro. Así que todos salieron juntos a barrer la guaca.

Al llegar, vieron como tierra movida, pero no se dieron por entendidos, ni sospecharon nada. Los dos más experimentados se bajaron a barrer la guaca. Una vez estuvieron abajo, uno gritó:
—Nos robaron la guaca. Ya la barrieron. Y, diciendo ésto, empezaron a salir por los escalones de la misma.
—Una vez afuera, los dos guaqueros exclamaron casi simultáneamente:
—Se robaron la guaca por la noche. Quién sería el jijueputa. Y de pronto, cayeron en cuenta de lo que había sucedido.
—Apuesto —dijo uno— a que fue ese bellaco de “Bozuechucha” que se la robó.
—Sí, si fue ese jijueputa. Ese daño de estómago que tenía, n’uera si no pa salir de noche a barrer la guaca. Ah miserable, desgraciao, degenerao, ladrón.
—Bueno, qué no le dijeron. Unos hablaban de que iban a buscarlo para matarlo por pícaro; otros lo maldecían de lo lindo, en forma tal que daba hasta miedo que de pronto cayera un rayo y matara a todo el mundo.

Sí, había sido “Bozuechucha”. Cada que se levantaba, era para ir barriendo la guaca. Y en la última salida era que ya tenía todo listo para volarse con todo el oro que había sacado. Esto sucedió hace varios años, pero todavía los guaqueros lo están buscando y maldiciendo, pues, según ellos, nunca les habían hecho una bellaquería igual, ni habían dado con un compañero tan ladrón.

Bien, estas dos historias siempre me vienen a la cabeza, cada vez que voy a dar gastos para guaquear, pues sé que no me va a tocar nada, ni aun estando en el mismo hoyo de la guaca, barriéndola con los guaqueros, ya que no se sabe qué picardía le hagan a uno en el último momento.

Todo esto pensé en un instante, antes de dar los nuevos gastos para ir a sacar las guacas en la finca de don Pedro Jaramillo. Les di inicialmente unos pesos, nada más, pero les seguiría aflojando a medida que fuera viendo las perspectivas de la guaquería. Esta era mi única defensa, pues no había otra que se me ocurriese, esto es, soltarles gastos, poco a poco.

Los guaqueros recibieron la plata y se aprestaron a salir, no sin antes agradecerme con gran zalamería y darme todas las seguridades del caso, de que taparían bien los hoyos y que no se robarían un centavo, jurándome todo ello por la madre que los había traído al mundo. Ya eran las dos de la tarde, y eso que yo tenía una cita urgentísima a las diez de la mañana. Esto le pasa a uno cuando es “gomoso” por estas cosas y se encuentra con unos guaqueros como los que acababan de estar en la oficina: buenos conversadores, mentirosos en extremo y llenos de cuentos para hacerlo entrar a uno o, mejor, para “montarlo en la vaca”. Gajes del oficio, dice la gente. Era sábado. Ya el lunes empezaría la guaquería en la finca de don Pedro Jaramillo.

Muy de mañana el lunes, ya los dos guaqueros y un ayudante, estaban echando los primeros cateos en el guadual de la finca de don Pedro. Estaban, por cierto, estrenando mediacaña y habían comprado como “cachos” nuevos y muy buenos, igual que había conseguido lazos gruesos y muy finos. En fin, se iniciaba la guaquería en forma y bajo los mejores augurios, pues el lugar no dejaba nada que desear y era sitio codiciado por los guaqueros, desde tiempo atrás, pero que debido a la obstinación de don Pedro en no dejar guaquear en su finca, los había tenido alejados. Ahí estaban los tesoros, todos juntitos. Ahora no tocaba sino ir a sacarlos, y eso era precisamente lo que iban a hacer los guaqueros bajo mi protección o, mejor mis bien patrocinados guaqueros.

El primer día, ya habían “catiao” unas cinco guacas, a cuál de ellas más hermosa, según ellos, pues esa misma noche vino “Manuemico”, muy emocionado, a contarme cuentos y a asegurarme que nos íbamos a llenar.

—¿No le dije, dotor? Hoy nos catiamos cinco bellezas, entre ellas una “matecañera”, que si yo tuviera plata aquí mismo le compraba la parte suya, por lo que me pidiera y sin pedirle rebaja. Ahora sí nos desvaramos. Mañana por la mañanita comenzamos a sacar la “matecañera” y apenas estemos pa barrela, vengo por usté pa que nos acompañe.

Quizá yo estaba más emocionado que el mismo guaquero, pues la fantasía de éste me puso las cosas en punto tal, que yo ya no vendería mi parte por ningún dinero. Yo le creí a pie juntillas, hasta el punto que tuve la intención de proponerle compra por la parte de ellos. Bueno, nos despedimos y quedé de ir allá de un momento a otro.

Al día siguiente, muy de madrugada, ya los guaqueros empezaron a sacar la guaca que les había parecido más prometedora y bonita: la “matecañera”. Ya la tenían “encerrada” y sabían el punto exacto donde estaba. Empezó la labor. Ya a las dos varas de profundidad, montaron la “manegueta”, con todos sus aditamentos, para comenzar a sacar tierra, pues ese tipo de guaca por lo general es honda y precisa de un buen equipo para vaciarla. Ya en las horas de la tarde todo funcionaba a la perfección.

El miércoles en la mañana, ya estaban trabajando en forma y la guaca, a medida que ahondaban, más hermosa y prometedora parecía. A eso del mediodía, ya habían bajado bastante, tanto que por la tarde la estarían barriendo.

Así fue como por la tarde ya se disponían a barrer la célebre guaca. El trabajo durante el día había sido particularmente intenso y habían botado tierra a diestra y siniestra. Como para cambiar un poco, “Manuemico” ahora estaba “maneguetiando”, mientras que los dos compañeros estaban dando los últimos toques para barrer la guaca. Mientras esto hacían, “Manuemico”, con una totuma, sacó un poco de agua de una olla grande y comenzó a beber el precioso y refrescante líquido, con verdadero deleite, como suele acontecer en casos como éste, después de una larga jornada de trabajo intenso, a pleno sol. Luego de beber hasta la saciedad, “Manuemico” se sentó al pie de uno de los horcones u horquetas que servían de sostén a la “manegueta”. El breve descanso le fue dando una especie de sopor, un sueñito en extremo difícil de controlar. De pronto comenzó a decir:

—“Rabuegurre” déjame yo empiezo a barrer la guaca, vos todavía sos muy machetero, muy chambón, y lo que pasa es que te tiras todo. Presta los “cachos” y el recatón chiquito, yo empiezo a barrer.

El guaquero comenzó la barrida, con sumo cuidado, como para no ir a dañar ninguna pieza.

—Hijue los infiernos, ya no había visto tanto oro junto. Mirá, mirá aquí está el “enzamorrao”; sí, nos sacamos el “enzamorrao”. Bendita sea la Virgen y Midiosito también. Por fin vamos a salir de pelaos. Vé. Mira aquí está el indio acostao y todito lleno d’ioro. Vea qué corona tan hermosa; y esas narigueras grabadas y de punto amarillo.

Todo lo iba haciendo a un lado, amontonando oro y más oro.

—No siamos tan pendejos, gritaba “Manuemico”. Qué cosa tan linda es esta guaquita. Ahora si nos llenamos. Miren esta polainas d’ioro; vean este bastón. No, vean más bien esta cantidad de cocuyos, chapolas, lagartos y ranas, todo de purito oro fino. Qué belleza, qué dicha, hombre. Pero no toquen, que después partimos. No joda, hombre, no toque las piezas que las va a quebrar. ¡No, no toque, no toquen!

Esto gritaba “Manuemico” cuando salió uno de los compañeros de la guaca y le pegó un empujón al tiempo que le decía:

—Qu’infiernos le pasa, hermano, que desde hace rato está hablando y gritando com’ un diablo. Yo lo he estado llamando y jalando el canastro pa que saque la tierra y usté no contestaba.
—¿Qué, qué? —preguntó “Manuemico”, soñoliento y todo asustado—. Aonde está el oro, ya se lo van a robar, ¿aónde está?
—Cuál oro, vos si estás más loco qu’iun putas. Era quiusté tenía una pesadilla, ¿o qué? Ah, por eso era que no contestaba cuando lo llamaba.
—No joda, hombre —dijo “Manuemico”, un poco asustado, pero más desengañado que otra cosa. Su sueño había sido una verdadera maravilla y por eso era por lo que no quería creer lo que estaba viendo y oyendo ahora.
—Cómo así que yo estaba soñando? No, no creo. Pero si yo mismo saqué el oro; yo mismito barrí la guaca y amontoné el oro allí. Sí, allí. Vea.
—Y, diciendo esto, miró a su alrededor, pero no vio nada. Pronto volvió a la realidad y constató que todo había sido un sueño, un dulce y maravilloso sueño, que se convirtió en una terrible pesadilla, por su irrealidad al despertar.
—Bueno, pero quiubo de la guaca. Ya la vamos a barrer, ¿o qué?, preguntó “Manuemico”.
—Ríase de las malas, contestó el otro, esa maldita guaca se asentó, no era sino un amago.
—¿Cómo quiún amago? Si yo mismo la catié y todo. No, no puede ser. Pues baje y verá usté mismo, dijo el otro guaquero.
—Yo sí bajo, porque esa si no me la meten a mí, a un guaquero que le salieron los dientes guaquiando y ya usté me va a decir que no sé nada. Y sin dar para más, comenzó a bajar, colgado del lazo de la manegueta, manejada ésta por el compañero. El guaquero, ya en el plan, miró por todas partes, buscando la sombra de la bóveda, pero nada, absolutamente nada encontró. Buscó en el piso, rebujó por las paredes y constató que no había nada. El desengaño fue tremendo. Subió de nuevo y le dijo al compañero:
—Usté tenía razón. La guaca no era sino un amago. Yo no me imagino cómo pasó ésto. O es que los indios eran unos verracos pa esconder el oro, o yo soy un pendejo pa guaquiar.
—Hombre —continuó diciendo— yo que le había dicho al dotor Guitérrez que lo iba a invitar pa que viera barrer la guaca. ¿Ahora con qué le voy a salir?.
—Pues, no diga nada, hágase el pendejo —agregó el otro-. Sigamos sacando las otras guacas y puede que le peguemos a una bien rica. Aquí tenemos cuatro más ya catiadas, así que no s’iá perdido nada.
—Ya ve que sí —asintió “Manuemico”— Usté tiene mucha razón. Esta guaca fue un amago, entonces la buena, la verdadera debe estar por aquí no más. Esos indios sabían mucho como despístalo a uno, pero yo les voy a probar que soy más jodido qu’ellos— agregó.

Luego de esta breve charla, dejaron a uno de los compañeros tapando la guaca, mientras que ellos seguían catiando un poco más, antes de empezar a sacar una de la ya señaladas en otra ocasión.

Esta historia de “Manuemico” y “Rabuegurre” es la historia de cualquier guaquero, del sueño de ese personaje que es el guaquero, siempre lleno de ilusiones, pensando que la guaca que va a sacar es la buena. Así saqué mil y todas peladas. En esto se parece mucho al cafetero, que siempre cree que la cosecha que viene es la buena y así pasan los años buscando el desquite, que no llega.

Esta es la historia de los guaqueros, de todos los guaqueros, siempre tras una ilusión. Y, si por casualidad, por azar, el destino le depara una guaca buena y bien rica, la saca, vende el oro, lo despilfarra, vuelve a quedar “pelao” y sigue en pos del mismo sueño, de la misma ilusión de tesoros que no llegan sino en forma muy esquiva, pero, mientras tanto, gozan de esa ilusión, de ese sueño maravilloso de fabulosos y fáciles tesoros.

 

Código: CLTC 602N

Año de recolección: 1985

Departamento: Quindío

Municipio: Armenia

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Jesús Arango Cano

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino. Colombia

Año de publicación: 1985

 

 

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