Contaba mi padre, el cual lo sabía por el suyo, que esas fosforescencias marinas tenían su origen. Para mi progenitor, las tales no eran solamente el destello de las aguas, suma de sustancias suspensas que resplandecen al quebrarse, sino el alma de un espíritu malo y juguetón que tomó forma después de los hombres, los animales y las plantas. El pecado de los mortales tuvo mucho que ver con este engendro que parte las ondas como los peces alígeros.

El nombre que se le aplica a este enano de las riberas es Ribiel o Ribereño. Y como todo lo que se nombra toma forma en la mente de los africanos, el diablo ese es un ser chiquitín, desmirriado, pobre. No tiene el cuerpo hermoso, aunque el que lo soporta es fuerte y poderoso. Moralmente está lleno de malicia como el mono, de astucia como el zorro o el tigre, de terquedad como las ratas. Hijo de las sombras, odia la luz solar y las piedras que arden, alcanzando en la natación los trofeos de las sardinas o cangrejos, de las almejas o los sábalos.
Nadie lo ha sorprendido en su madriguera, que está clavada en los manglares borrosos, en las bahías y resacas, en las grutas labradas por el agua. Desde allí, con ojos que no han visto los cristianos, vigila su potrillo y su palanca, mete los dedos en el llano salado y atrapa mariscos que engulle reventándolos. Es un solitario que se contenta con los vendavales, que gusta ver el vuelo de las aves, que ama la bruma oceánica y el tableteo de las olas.

De su vestir no hay datos. Algunos lo pintan con franela y pampanilla, con cinturón de cuero arrancado a los caimanes pesados o a las sierras carnívoras. En su gruta, permanece de pies. Las plantas menudas y torcidas hienden las playas, cavan las rocas, en tanto que el pelo de la testa se muestra recio como dientes. En la cabeza va siempre un sombrero de paja trabada, roto por la ventisca o por el tiempo, o bien por las tormentas de las noches vividas en los acantilados.

Días hay en que sube a las habitaciones de los hombres. Lo hace cuando la tiniebla es absoluta. Tal vez piensa en que el hombre es vulnerable en la soledad, cuando no hay leños en el fuego casero, cuando duermen los niños. Para introducirse en las familias, pide aguace/ente. No dice aguardiente, porque la d es sagrada, como que con ella se escribe Dios, término prohibido para él. Se le arroja de las aldeas golpeando las paredes, venteando agua bendita por los puntos cardinales, haciendo rechinar los plomos de las atarrayas. Al volver a su canoa, sube el agua palmos considerables.

Su origen es brumoso. Mi padre sabía que el Ribiel no fue hecho con arcilla como los otros animales del mundo. Decía que vino más tarde de una aldea donde los hombres vivían como hermanos. Una noche nació. En la prueba de la paternidad resultó ser un fraude. Como castigo fue arrojado al mar. Se discute todavía si es el alma de los caminantes muertos sin bautizar o en pecado, o si es el espíritu de los grandes capitanes que erraron por la costa. Pero la verdad es que ahí está como espanto en medio de los surcos siniestros, subiendo y bajando como las gaviotas y las nubes.

Porque el mar es su teatro. Entre las arrugas ondeantes suelta su maldad sobre viajeros menores, sobre pescadores solitarios. Lo hace jugando, riendo, frotándose las manos con extraña alegría. Cuando va a perder a alguien, su luz es alta, nítida, perfecta. Carnina más aprisa. Apaga el ruido de los bajíos, anula el zumbido de las barras de arena, detiene el viento. La víctima alelada avanza mar afuera, detrás de su penacho que ondula como lámpara.

Nunca comete un crimen a la hora en que cantan los gallos, llora un niño o alumbran las estrellas. Para dejar su presa basta con un grito, con rascar un fósforo, con un sombrero boca arriba colocado en la popa de la embarcación, con golpes de canalete sobre el agua. Pero los hombres no recuerdan. Se dejan llevar por su estrella lejana que festeja con su brillo los ojos de los otros muertos.

De pronto, surge lo inesperado, la muerte. Una llamarada súbita enciende el espacio y ciega al lugareño. Entonces el mar como que se recoge y se distiende, como que respira con más fuerza. Parece que las cosas despiertan. La canoa del diablillo choca con la del viajero. El golpe es seco, recio, incalculable. Se diría una descarga eléctrica. La piragua pescadora salta, tambalea, se hunde.
Es la hora en que el Ribiel cae sobre su presa, la atrapa con gusto y la cubre con su viejo champán. Sobre ella se divierte. La levanta y la palpa, la arroja y la zambulle, la tira más allá. Cansado del juego, se pregunta con socarronería:

-Si será casado…
-Si será viudo…
-Si iría a ver los hijos…
-Si habrá comido…

Sin responder los interrogantes sigue adelante, por las bahías y resacas, con su luz que es un humo, aprisa, como el viento…

 

Código: CLTC 416N

Año de recolección: 1960

Departamento: Chocó

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Rogerio Velásquez M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Leyendas y cuentos de la raza negra

Año de publicación: 1960

 

 

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