El catorce de julio es el día de Buenaventura. Celébrase entonces, entre candelas de pedreros y vuelos de campanas, murgas y chirimías locales, la fiesta tradicional del santo que le dio nombre, gracias al viejo fundador del puerto, Don Juan de Ladrilleros, cristianísimo ejemplar de la Conquista.

Justo es el regocijo. Por la loma del Continente se rompe el ritmo habitual, y la cumbia crece y se multiplica. Por abajo, en la marea, las marimbas oscilan con el zangoloteo de los negros. Escanciado el anís, los vinos de contrabando y los rones, surge el vinete de caña, traído de Anchicayá y El Raposo. Es la hora en que, apagada la moral, el hombre enciende su lujuria con besos y con vicios.
Mas si por todas partes arde la alegría, no será sólo por beber y descansar del muelle, por evadir el carguío de los fardos, por dejar la reventa de los mercados, por libertarse del peonaje. Tampoco se hace por soltar los anzuelos y las atarrayas o por hundir el corazón y el espíritu en el agua soñolienta que entra en la bahía. Por encima de todo esto va la preocupación de agradar al que amordazó al peje malo que buscaba, con branquias y aletas, con barbas y cola de gigante, echar a perder la isla de los nativos, la novia de siempre, la comarca superlativa de cien razas que piensan.

Por este homenaje sale el negro de sus habitaciones de lata y mugre, de hojas de palma y troncos de barrigona. Si por la derecha se tiran a la calle los niños sin escuela oficial, pendencieros y pintorescos en el habla y en el ropaje, por la otra banda, confundidos con los pliegues de las mariposas, brillan los vestidos de las muchachas del Dagua, de Bazán y Juan Chaco. Los mismos gringos viajeros, con camisas pintadas, corren trasladando al lienzo de los negativos el regocijo de la tierra.

Bien se lo merece San Buenaventura. Haber detenido una catástrofe como la que amenazaba a la ciudad, es obra que merece gratitud inalterable. Permitir que los bosques sigan siendo bosques, que los plantíos y hatos crezcan callados en las márgenes de los arroyos, es empresa digna de recordarse. Y se hace la evocación cantando cosas amorosas, exaltando la fidelidad, la virtud, los goces simples del conglomerado. Si hasta el tren, el tren mismo, ese bruto de hierro que enlaza montes con aldeas, baja del Piñal bufando más alegre, soltando por el espinazo un humo blanco como los grumos de algodón.

Tiene que ser así, porque lo que iba a suceder al poblado era algo sin precedentes. ¡Ni porque allí se hubieran inventado los siete pecados capitales! Se iban a hundir las casitas blancas de La Pilota, los hornos de la machina, los almacenes, el esfuerzo de los pobres. Se tragaría el monstruo las voces de los soldados, el resplandor de los hogares. Después vendría el vacío, el golpe de las corrientes saladas sobre la costa que se desmorona.

Dios no lo quiso, y encarnó su poder en el báculo y las palabras del afortunado de Toscana. Se hizo presente la Suma Bondad en el influjo del Doctor Seráfico, en el nudo de su anillo, en sus manos, en el consuelo de sus ojos. Por la sangre del Cardenal, por su pecho, cruzó la Omnipotencia. Los tiempos milagrosos renacieron, y las riberas que huían entre las fauces del demonio, continuaron como antes, firmes y quietas, fértiles en sus espigas y sus esperanzas.

La tradición cuenta que San Buenaventura bajó al piélago anchuroso por la cresta de los mangles. ¿Lo haría una mañana o una tarde, a la hora en que la naturaleza carece de olor? Nadie lo sabe. Sólo se dice que se meció sobre las olas y llamó al pez, que se acercó compungido. Conminado por sus intentos malignos, maldecido por sus depredaciones y algaras, le cerró la trompa con un candado de oro. Después de empujarlo a bastonazos, lo confinó a vivir entre el escollo de Los Negritos y la isla de La Magdalena, obligándolo a cazar algas y cardúmenes para su engorde en el destierro.

El nombre de la fiera no está determinado. Lenguado o volador, rémora o tiburón, sierra o golondrina, hipocampo o atún, caballo o torpedo, esturión o lamprea, araña o gato, cualquiera que sea, está preso definitivamente. Por semejante labor, bueno es que el catorce de julio, Buenaventura, la solitaria del Pacífico, tizne la boca de sus mujeres con coloretes encendidos, partan el aire las faldas chillonas, bailen los machos cabríos y el tren baje silbando en busca del horizonte de las ondas tibias y azulencas.

 

Código: CLTC 414N

Año de recolección: 1960

Departamento: Valle del Cauca

Municipio: Buenaventura

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Rogerio Velásquez M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Leyendas y cuentos de la raza negra

Año de publicación: 1960

 

 

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