En una lejana tierra vivía una señora que tenía la profesión de lavandera y tenía un hijo muy obediente, que le ayudaba en el oficio y en todos los quehaceres de la casa.

Pero de un momento a otro se le metió la idea de viajar para conseguir su vida y le, dijo a su madre que le preparara un fiambre porque se iba de viaje.

—¿Para dónde te vas? le dijo la madre.

—Para donde Dios me guíe y me ayude, le respondió el hijo.

Ella le preparó el fiambre con pollo y lo que pudo, y le dijo:

—Aquí está el fiambre. Y un consejo: mijo nunca coma solo. Siempre que quiera comer, hágalo en compañía de alguien.

El muchacho le prometió cumplir con sus deseos. Se despidió de su madre y cogió camino. Ya después de una larga jornada, tuvo hambre, pero no encontraba con quién cenar, pues recordaba las palabras de su madre. Por fin ya muy cansado se sentó a la orilla de un río dispuesto a comer y dijo:

— ¡Si hubiera alguien que me acompañara a comer!

Al decir esto, vio en el agua una serpiente, y recordando a su madre, arrancó una presa de pollo y se la dio. Ya satisfecho de haber obedecido a su madre, continuó andando.

Después de mucho andar y andar, vencido por el hambre, decidió comer algo, cuando vio un águila que revoloteaba a su alrededor y dijo:

—Si esta águila comiera de mi fiambre, yo le daría con gusto.

El águila se acercó más y él arrancó una presa, se la lanzó y ambos comieron al tiempo. El muchacho se sentía contento y siguió caminando y como no encontraba dónde quedarse se acercó a un ranchito en donde vivía una viejita.

—¿Para dónde vas? le preguntó la viejita.

—Voy en buscas de trabajo, dijo el muchacho…

—Yo sé dónde puedes encontrar trabajo. Vete mañana temprano al palacio del rey. Allí necesitan un jardinero. Te pondrás a desyerbar y te pagarán bien.

Así lo hizo, y el rey lo ocupó y allí siguió trabajando con mucho juicio, y con tanto garbo que la hija del rey se fijó en él y poquito a poco se fue enamorando del muchacho.

Todas las tardes el jardinero iba a quedarse a la casa de la viejita, que lo protegía y él le llevaba sus regalitos. El muchacho seguía haciendo su trabajo muy bien y no dejaba de echarle sus miradas a la hija del rey. Un día ella le dijo a su padre:

—Padre, me voy a casar con el muchacho que cuida el jardín.

Pero el rey no estaba dispuesto a dejarla casar con un peón y por eso le puso una tarea en la que muchos habían fracasado: tumbar él solo una ceiba, so pena de la cabeza. El muchacho se fue al rancho, le contó a la viejita lo ocurrido y ella le aconsejó:

—Amuela bien el hacha, madruga y trabaja en nombre de Dios y de tu madre.

Y le contó que el derribo tenía que hacerlo antes que se levantara la reina y viese la ceiba, pues apenas la reina mirara la ceiba esta sanaba inmediatamente de los hachazos que le hubieran dado.

El muchacho madrugó mucho para alcanzar a derribar la cieba antes que se levantara la reina. Cuando ya ésta iba a salir, se apareció la serpiente y le ayudó a tumbar el árbol sin que la reina pudiera hacer nada. Apenas cumplió su tarea, se fue el muchacho para el rancho, le contó lo sucedido a la viejita, ella se alegró de su triunfo y le anunció que le pondría el rey otra tarea y que, si no la cumplía, lo mataría. Tendría que recoger entre una jaula cien teches que habían soltado en el campo; y que, si a las seis de la tarde no los entregaba, le quitarían la vida.

Así sucedió al día siguiente. Llevó la jaula, y ya el día iba pasando sin que hubiera podido hacer nada. Pero llegó el águila con la que había cenado, persiguió a los toches y estos para protegerse se metieron entre la jaula y así pudo cumplir con su trabajo.

Nuevamente el rey le puso otra tarea: recoger cien conejos; pero la viejita le dio un pito y apenas comenzó a pitar, los conejos fueron saliendo de sus cuevas para meterse en la jaula.

Entonces el rey quedó ofuscado y buscó otro trabajo que consistía en llenar un saco de verdades. El muchacho le contó a la viejita y ella le aconsejó:

—Pídele al rey que se desnude y se deje dar cien lapos (azotazos) en las posaderas.

Así lo hizo, y el rey, pensando que así se libraba de casar a su hija con el peón, recibió cien lapos. Pero el muchacho fue con su saco contando verdades: contó su vida, sus trabajos y finalmente iba a contar la muenda que le había dado al rey, pero inmediatamente lo interrumpió, porque sin duda pensó que quedaría mal ante sus subditos, porque le dijo:

— ¡Detente, detente! Se llenó el costal y ya no cabe ni una verdad más.

Impotente el rey para impedir la boda, le tocó aceptarla y le dio un palacio para que viviera. La princesa quería conocer a su suegra y le exigió al rey una casa para ella para que tuviera donde vivir dignamente.

Cuando el muchacho fue a despedirse de la viejita, ella le dijo que también se despedía porque se iba para su casa en el cielo porque era la Virgen y que le había ayudado por ser buen hijo y obedecer y querer a su madre.

 

Código: CLTC 590N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante:  Augusto Martínez Rincón

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

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