La figura del Cazador no tiene forma física o, mejor dicho, nadie lo ha podido ver; sólo se ha escuchado en la mansa soledad de la montaña el melancólico grito azuzando a su perro y luego el latido del can, más triste todavía; se siente después un influjo misterioso, un presentimiento avieso que hace poner los pelos de punta.

Érase un asiduo cazador empedernido, que todo lo dejaba por los deleites y trabajos de la cacería y que toda su vida estuvo consagrada a perseguir los venados por los breñales a la puesta del sol (el sol de los venados), a los cafuches entre los guayabales, a la boruga por entre el guadual, a la orilla de los ríos, a los conejos, en los pajonales; a las chilacoas, las chorolas y las guacharacas, en los montes ribereños. Vivía en un pintoresco y colonial pueblito, cerca de Río Grande, rodeado de grandes llanos cuajados de pajonales y matojos, empinadas lomas encrespadas de grandes arboledas y regadas por inquietas y cristalinas quebradas; grandes y hermosas colinas, crestas y cañadas en donde bullía la caza por doquier. La caza era, como se ha dicho, la única ocupación del hombre, su sostén, su única renta.

En el villorio en mención, había una blanca y espaciosa capilla, cuyos amplios ventanales daban hacia los sotos y los bosques de los alrededores, ya que estaba construida al final de la calle más concurrida. Como en todas las villas campesinas tolimenses, allí se celebraban, con recogimiento y devoción, todas las fiestas religiosas y con mucho y más asiduidad la Semana Santa. Eran las tres de la tarde; nuestro cazador se encontraba dentro de la capilla orando devotamente, mientras el párroco elevaba al cielo su clamorosa voz hacia el final del sermón de las siete palabras; la mayor parte de los feligreses lloraban conmovidos. La amplia ventana dejaba entrar aletazos de brisa con olor a rastrojo que daban en el rosto del cazador hincado de rodillas y con los ojos fijos en el altar y mientras sus labios musitaban quedamente una oración, Hubo un instante en que sus ojos se bajaron humildes y otro en que lanzaron su mirada por la ventana hacia afuera, en busca de la caricia del viento, y esa fue su perdición. Su cuerpo sufrió un estremecimiento: allí, muy cerca a la ventana, pastando tranquilamente, estaba un hermoso venado, grande como un ternero y al alcance de la mano. No lo pensó dos veces; la tentación fue terrible; rápido se escurrió por entre el tumulto y se lanzó fuera como un bólido hasta su casuca en busca de la “chilacoa”, la cual permanecía cargada con “tiro venadero” y lista, colgada de un cuerno, tras la puerta. Y así abandonó la casa del Señor, en un día tan “grande”, en una hora tan sagrada y cuando se escuchaban los clamores de la Santa Pasión y en aquel tiempo en que tanto estaba vedada la práctica de la cacería. No pensó en ningún castigo divino ni terrenal; la presencia del bello animal lo dominó y no pudo contenerse; no pensó más que en perseguir la pieza.

A unos pocos metros de donde lo vio por primera vez, en una cañada, lo encontró; el animal lo vio, paró las orejas, pero se quedó quieto. El hombre, con una emoción incontenible levantó el arma, lo encañonó certero e iba a apretar el gatillo cuando de improviso el animal se perdió en el rastrojo. De ahí en adelante la persecución fue tenaz y siempre sucedía lo mismo: la pieza lo esperaba muy cerca, el cazador levantaba el arma y en el preciso instante de disparar se evadía de nuevo. El hombre no tenía noción del tiempo ni de los parajes que andaba y así cruzó valles, mesetas, farallones abruptos, ríos y muchos malezales, hasta que llegó a una montaña desconocida, lóbrega y sombría que lo devoró, junto con su perro; pues había olvidado decir que junto con él llevaba su perro, compañero inseparable y ayuda imprescindible en sus cacerías.

Desde entonces esta extraña leyenda se ha convertido en mito y es la ley y moderación de los cazadores. El grito del cazador se oye en la silenciosa inmensidad de la montaña, cuando hucha su perro; especialmente a las tres de la tarde; el perro ladra lastimeramente y el hechizo llega. Otro nuevo grito se oye y la montaña se llena de un maléfico embrujo. Las aves enmudecen, hasta los insectos suspenden sus movimientos; el viento, que llega repentino y con satánica violencia, azota la arboleda y cruza como una tromba. Los animales se esconden o se arrebujan entre la maraña, huidizos y asustados; las mulas y demás caballares se espantan, paran las orejas, revientan las sogas, botan las cargas y se lanzan a correr sin rumbo; los perros se apabullan y buscan las pantorrillas del amo para favorecerse. En el aire flota un algo de misterio, de brujería, de terror.

Son amedrentados por el hechizo diabólico del cazador aquellas personas que no respetan las fiestas grandes: los días santos, el Corpus o el día del Sagrado Corazón, para irse de cacería; los que toman esta afición por vicio o sevicia, los que acostumbran maldecir en la montaña, los que persiguen sin tregua y con saña una pieza; a muchos ha engañado el mismo animal en la misma forma antes descrita y se han perdido para siempre en la montaña o han sufrido serios percances, resultando muchas veces locos o endemoniados. Y son perseguidos más por el cazador aquellos que dejan de asistir a la santa misa por irse de cacería.

Para librarse uno del embrujo maldito del cazador es conveniente llevar algún objeto bendecido, llevar bastantes perros, rezar alguna oración a la hora de alzar a Santos, si es que se encuentra en el campo de caza, persignarse cada momento que perciba algún espíritu malo o una tentación; también es muy aconsejable cargar municiones rayadas en cruz y cada vez que se vea una pieza como con porte extraño o se note algún indicio anormal, suspender inmediatamente la cacería y rezar. En caso apurado, como con la Patasola, meterse entre animales domésticos para librarse de la mala tentación.

 

Código: CLTC 440N

Año de recolección: 1962

Departamento: Tolima

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Misael Devia M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Folclor tolimense

Año de publicación: 1962

 

 

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