El Maravelí es un buque misterioso que viaja por las noches en el océano Pacífico. En los días de Semana Santa, dicen los informantes, se le ve con frecuencia en la línea del horizonte, subiendo y bajando con las olas, huyendo de los tifones violentos, escapando de los resquicios aleves. Como si le fuera necesario, lleva en el palo mayor lámparas amarillas con candelas que cubren las riberas y dañan los sembrados, hielan la sangre de los hombres y enceguecen a los animales.

Seres especiales y con gracias especiales son los que han logrado verle cara a cara, pues la empresa no es común al grueso de los costeños. Pescadores de Iscuandé dicen que tiene como mil brazas de largo, quinientos pies de eslora, una gran manga, ochenta pies de puntal, y su velocidad es incalculable. Arriba va un pendón de cuero de mujeres infieles de todas las razas, el cual golpea recio contra el viento. En lo demás, la nave es una embarcación esbelta y llamativa, dotada de todo lo necesario. En espacio de segundos toca en los tremedales de Mataje o en la ensenada del Gallo, en las abras de Ancón de Sardinas, o se balancea indolente en la isla de los Cocos o en el Malpelo coralino.

Fijarse bien en este barco es perderse para siempre. La memoria desaparece, los pies no sostienen, se hunde el ser en el anonadamiento y el colapso. Un Juan de tantos que abundan por el mundo, tuvo la osadía de contemplarlo en el casco, en las chimeneas que fritan, en la popa faunesca. En Saija murió amarrado a los guayacanes de su propio rancho, lanzando gritos espantosos y espulgándose piojos imaginarios, preso de algo raro que le quemaba la sangre.

Pero no todo es tristeza en el navío. En ocasiones hay fiestas terribles. Bailes siniestros, diversiones de aquelarre. Tantanes desconocidos se prolongan más allá de la noche. Irreverencias, chillidos, voces de instrumentos antiguos, risas, canciones. A cada instante una trompeta aguda humilla el escenario. Abajado el escándalo, se perciben lamentos, tintinear de cadenas, mandatos, súplicas, seres que lloran y maldicen, juran y rezongan. Apagado el estruendo, viene la fuga de la nave, el relámpago de la llama que pasa… El silencio.

Entra en los puertos sin ruido, como las estrellas en el agua. Aunque su porte es descomunal, cala muy poco. En Cajambre estuvo hace diez años con sus calderas humeantes. ¿Arrimaría por aceite, por cometer nuevos crímenes, por hacerse sentir? ¿Tal vez para que la tripulación se desembarazara del frío o disfrutase de un poco de libertad? ¿Lo haría por reparar tuercas o meter tornillos en las hondonadas de las grúas? Nadie lo sabe. De ahí siguió con rapidez ultrafísica por los bajíos y las barras.

Cada veinte años se sabe quiénes viajan en ese odre siniestro. La leyenda dice que son viejos bandidos, asesinos, tipos astutos, rencorosos y vengativos. Políticos sectarios, religiosos extraviados, comerciantes ladrones. Es el teatro de brujas y traidores, de gentes de casacas y polainas. El capitán llama a lista, y los encerrados van respondiendo: “¡presente!” Es la hora terrible. Oírse citar, entender que se hace parte de ese mundo de galeotes, es darse por muerto. La descarga emocional aniquila en semanas.

Entre estos viajeros de piernas flacas, brazos descarnados, pechos colgantes, caras arrugadas y ojos desorbitados, se colocan los enemigos que se tienen. Los tumaqueños inscriben, a menudo, los nombres de los explotadores del caucho y del cacao, en tanto que Barbacoas oye a los famosos de ayer por el tráfico esclavista. Cada quien oye el nombre de alguien en ese bergantín que viaja sin descanso estirando las piernas de sus maquinarias, estremeciendo los bosques y los perros que aúllan, sin importarle los temporales ni la trabazón de la neblina.

Sea la sugestión u otra fuerza, el señalado muere tempranamente. Comienza por desfallecer y entristecerse, por acorralarse moralmente y por huir de toda lucha. Nace el ocio en su vida y crece el pensamiento. A la llamada del misterio, a las voces de ultratumba, se excita el corazón y aparece el cansancio. Presentimientos y desvelos, inquietudes y recuerdos, todo lo que muerde el alma, la zarandea y descoyunta, lleva a la soledad y al abandono. El final es la muerte del desgraciado, que se va extinguiendo sin saberlo, comido por las imágenes supersticiosas de la infancia o por el remordimiento de los pecados.

Así ocurrió en Manglares. Al cacique del pueblo, caído en desgracia por sus atropellos, se le dio de alta una mañana. Asombrado el mestizo por la escogencia de su nombre, huyó del caserío para escapar de los castigos. Lo hizo descalzo, dejando atrás zanjas y pantanos, sin cuidarse de los pinchazos que le rompían las carnes. Iba gritando sus yerros contra Dios y sus vecinos, hasta que la selva lo cercó. Se doblaría como los seres anónimos, como un malhechor más, para caer en el vientre de esa nave maldita que corre sin rumbo hacia arriba y hacia abajo, cargada de pasiones, tirando sus anclas sobre el mar que zigzaguea peligroso bajo las luces de San Telmo.

 

Código: CLTC 409N

Año de recolección: 1960

Departamento: Chocó

Municipio:

Tipo de obra narrativa: Leyenda

Informante: 

Edad informante:

Recolector: Rogerio Velásquez M.

Fuente: Artículo de revista

Título de la publicación: Leyendas y cuentos de la raza negra

Año de publicación: 1960

 

 

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