Había una vez en cierta población, cuyo nombre no se ha podido averiguar, un joven descendiente de rica y devota familia, pero más desjuiciado que un tarambana. Levantaba el codo más de lo preciso y así se la pasaba de francachela en francachela (diversión ruidosa abundante en bebidas alcohólicas).

De muy poco le sirvió el haber desempeñado en su niñez el oficio de acólito en su lugar y el haber ayudado a muchas misas, asistido a muchos sermones y no perdonado entierro, bautismo y demás edificantes ceremonias.

Ello fue que con ocasión de algunas pomposas fiestas religiosas se entró una noche de rondón en la iglesia sin acordarse de las copas que le trastornaban la cabeza.

A fuer de muy devoto procuró persignarse como mejor le avino y luego se arrellanó muellemente en una poltrona, que en un rincón halló como esperándolo, y se puso a escuchar la palabra divina pero con tan poca devoción que muy pronto quedó tan dormido como piedra en pozo.

La función religiosa terminó y los fieles tomaron el camino de sus casas y el sacristán hizo crujir las pesadas puertas del templo para cerrarlas con una llave descomunal que consigo llevaba siempre.

Media noche sería por filo y nuestro borracho, ronca que ronca como un bendito. Mas, de pronto se despertó todo asustado por un repique de campanas que dejaban (daban el tercer repique) para la misa.

El hombre, ya un tanto repuesto de su borrachera, se levantó de su sillón y se sintió admirado por la iluminación que por todo el sagrado recinto se esparcía. Al mirar hacia el presbiterio vio que un sacerdote se estaba revistiendo con los ornamentos litúrgicos y se aprestaba a celebrar el santo sacrificio.

Muy pronto terminó el presbítero su faena, tomó el cáliz en las manos, fue a subir al altar pero se puso a mirar a un lado y otro como buscando al acólito. Al fin sus ojos debieron fijarse en el intruso y entonces su mano se alargó para llamarlo, con tal insistencia e imperio, que el hombre se fue derechamente a tomar el misal para seguir al oficiante.

Y en el vacío recinto de la iglesia resonó el eco del celebrante:

—Et introibo ad altare Dei.

Y de los labios memoriosos del antiguo acólito salió un

—Ad Deum qui leatíficat juventutem meam.

Y continuó la misa hasta cuando después del Ite, missa est y del evangelio de San Juan, celebrante y acólito hicieron la venia reglamentaria para abandonar el altar.

Entonces nuestro devotísimo borracho tuvo por primera vez la ocurrencia de mirar la cara del celebrante y ¡cielos!, ¿qué vio?

Pues que bajo el bonete había una calavera con las cuencas vacías. Y oyó que el esqueleto hablaba:

— ¡Dios te lo pague! Hacía muchos años que todas las noches venía a decir mi misa, esta misa que olvidé ofrecer en vida, y ¡tú me has sacado de penas! ¡Dios te lo pague!

Desapareció. Y las sombras cayeron sobre el templo y se entraron en la mente de nuestro grandulón acólito, quien quedó sin sentido sobre las lozas del sagrado lugar hasta cuando al día siguiente, después del toque del alba; el sacristán lo despertó al hacer crujir las pesadas puertas de la iglesia, después de abrir la vieja cerradura con la llave descomunal que llevaba siempre consigo.

 

Código: CLTC 595N

Año de recolección: 1980

Departamento: Cundinamarca

Municipio: Fómeque

Tipo de obra narrativa: Cuento

Informante: 

Edad informante:

Recolector: José Antonio León Rey

Fuente: Libro

Título de la publicación: Cuento popular andino

Año de publicación: 1985

 

 

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